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Hoy vamos a adentrarnos un poco en cómo es que surge, de la mano con la democracia, la oratoria en la Grecia de los siglos V y IV a.C., de acuerdo con el capítulo titulado “Rhetoric and Politics in Classical Greece: Rise of the Rhetores”, por Ian Worthington, en el texto editado por este mismo clasicista norteamericano, titulado A Companion to Greek Rhetoric (2007), de la editorial Blackwell Publishing. Iniciaremos con un recorrido por diferentes reformas democráticas estatales en Atenas, las cuales crearon el espacio ideal para el florecimiento de la oratoria política y judicial en esta polis, y luego se realizará un análisis sobre la efectividad y recepción popular de esta nueva arte retórica.
Democracia y el surgimiento de la retórica
Los antecedentes de la democracia en Atenas (ciudad en la que nos enfocaremos, puesto que la vasta mayoría de evidencia que nos ha sobrevivido se refiere a esta capital cultural de la antigua Grecia) se pueden retraer a la época de Solón, quien entre el 594 y 593 a.C. dio un gran golpe al monopolio aristocrático del poder político en dicha polis, al volver la riqueza, y ya no la nobleza, como el prerrequisito para obtener cargos políticos. Previo a estas reformas políticas del estadista Solón, en Atenas el poder político estaba concentrado de manera prácticamente absoluta en las figuras de los aristócratas, a través de las instituciones de los diversos arcontados, una serie de cargos políticos ejecutivos, y el Consejo del Areópago (llamado así por un monte en Atenas, donde se convenía dicho consejo), conformado por ex-arcontes; por oposición, los plebeyos tenían ínfimos derechos políticos y judiciales. Solón alteró esto al cambiar la base sobre la cual se determinaban las clases ciudadanas en Atenas, así como las restricciones de clase para diferentes oficios públicos. El censo en la ciudad ahora se llevaría a cabo con base en el nivel de riqueza de cada ciudadano, dividiéndolos en cuatro diferentes clases sociales, donde las dos clases superiores tenían el derecho a ser elegidas para el arcontado. Aunque esto parezca poco significativo, puesto que usualmente los aristócratas conforman la clase más rica de una ciudad, en realidad fue un cambio drástico a largo plazo: ahora un plebeyo que resultara exitoso en los negocios y pudiera acumular una cierta cantidad de riqueza tenía el mundo de la política, y todo el poder que eso implicaba, a su alcance; mientras que antes su futuro político se habría encontrado limitado y condicionado, irrevocablemente, desde su nacimiento. Este proceso gradual de democratización del poder político y judicial continuó a lo largo de las generaciones, con otra reforma importante siendo implementada en el 508 a.C. por otro político llamado Clístenes.

Sin embargo, todavía al inicio del siglo V el poder seguía en gran medida centralizado en manos aristocráticas, quienes utilizaban sus vínculos familiares, amistades y otros privilegios para obtener influencia política y mantener un dominio sobre el ente político ateniense. Esta clase aristocrática, como resulta usual en la historia, se encontraba más interesada en expandir el poder militar del Estado, en este caso el ateniense en el mundo griego, en lugar de preocuparse por el bienestar general de los ciudadanos. Por ejemplo, entre el 490 y 480 a.C., Temístocles, aristócrata ateniense, utilizó su reputación y éxito como general militar para entrar en el mundo de la política. Una vez allí, persuadió a los atenienses de financiar una gran flota naval, con la que los atenienses vencieron a los persas en la batalla de Salamina en el 480 a.C., y que fue instrumental para que luego, en el 478, Atenas fundara la Liga Délica, la cual rápidamente se volvería un imperio marítimo ateniense, que duraría hasta el 404, con la derrota ateniense en la Guerra del Peloponeso ante los lacedemonios.
Este imperialismo y expansionismo atenienses orquestados por los aristócratas fueron un éxito, pero también tuvieron consecuencias no esperadas por aquéllos, dado que también incrementaron el poder político de las clases más bajas y pobres en Atenas. Los barcos que conformaban esta poderosa flota naval dependían de remadores, cargo militar conformado por la clase social más baja pero todavía libre, los θῆτες. Esta dependencia les dio una importante voz política a los thetes, quienes naturalmente deseaban mayor poder y derechos políticos. Esto cambiaría de manera definitiva con las reformas de Efialtes en el 462 a.C., con las cuales se instauró un estilo de “democracia radical” en Atenas, la cual se mantendría vigente hasta su abolición a manos de los macedonios en el 322 a.C., casi siglo y medio después, con sólo un par de breves interrupciones oligárquicas en el 411 y el 404.
No tenemos demasiados detalles sobre la reforma de Efialtes, aunque sí información general de gran utilidad: su énfasis estuvo en una purga y reforma del Consejo del Areópago, institución política aristocrática por excelencia, erradicando su arraigada corrupción y reduciendo drásticamente su poder político, judicial y administrativo. Mucha de su jurisdicción fue transferida a la Asamblea general del pueblo, la βουλή (ente administrativo de la Asamblea) y las cortes judiciales, todas instituciones democráticas de libre acceso para ciudadanos atenienses. Con estas nuevas responsabilidades y poderes, estas entidades se comenzaron a reunir mucho más a menudo, y la participación ciudadana también se potenció drásticamente. Se creó un número de nuevas juntas y comisiones y comités para la administración de todo tipo de asuntos estatales y sociales, desde festivales religiosos, pasando por contratos militares, hasta asuntos hacendarios. Estos cambios políticos y administrativos son los que crean el campo fértil para el ascenso de los rhétores (“orador” en griego) en Atenas, dado a que ahora la habilidad de hablar persuasiva y efectivamente en público, fuera en la Boulé, las cortes judiciales o la Asamblea general, abría nuevos horizontes jamás soñados de poder social y político en la principal potencia cultural y militar de la antigua Grecia.
Este ascenso y empoderamiento retórico plebeyo general no fue inmediato, sin embargo. Efialtes fue asesinado en el 461 a.C., muy probablemente por manos nobles, y esto dejó a Pericles como el caudillo por defecto de Atenas. Pericles, al igual que Efialtes y todos los otros mencionados previamente, eran aristócratas, lo cual resulta algo irónico considerando que todos ellos venían favoreciendo reformas que iban en contra de lo que podríamos llamar su “interés de clase”. Esto, sin embargo, se explica fácilmente cuando se señala que sí, dichas reformas podían ir en contra de su “interés de clase”, pero ciertamente no en contra de su interés personal, sino todo lo contrario. Estas reformas fueron increíblemente populares con el pueblo, el apoyo del cual estas figuras inmediatamente obtenían, y este apoyo era astutamente utilizado para beneficio personal y como herramienta en contra de rivales aristocráticos. Pericles no fue la excepción a ello, sino que inclusive se podría decir que el máximo exponente de esto. Ya poseyendo gran renombre como general militar, dominó la esfera política de Atenas desde el 461 hasta el 429 a.C., cuando murió debido a una plaga que azotó la ciudad al inicio de la Guerra del Peloponeso. Pericles, según sabemos, fue el primero de estos dirigentes políticos en referirse directamente al pueblo en la Asamblea general, comenzando una nueva práctica retórica y política que luego de él se volvería la norma en el Estado ateniense. Fue precisamente su elocuencia retórica y su astucia política, y no algún tipo de poderosísimo cargo público, lo que lo mantendría como el líder de esta polis por tantos años, elevando Atenas a alturas de renombre y excelencia culturales, artísticas, intelectuales y militares que nunca volvería a alcanzar después de su fallecimiento. Su poder era tal, nos dice el historiador de la época, el renombrado Tucídides, que: “En estas condiciones, aquello era de nombre una democracia, pero, en realidad, un gobierno del primer ciudadano.” (2.65.9).
Esta cita nos puede suscitar varias preguntas: ¿cómo es que en un Estado donde el verdadero poder yacía en el pueblo, aquél terminaba siendo ejercido por un grupo reducido de individuos? ¿Cómo llegaron a ejercer dicho poder, por qué lo buscaron, cómo lo ejercieron, y qué tan importante resultó la retórica para ello? ¿De verdad estaba el pueblo tan a merced de la habilidad oratoria de estos rhétores? A continuación responderemos con detalle a estas inquietudes.
Oratoria y política en acción
Fue precisamente a la muerte de Pericles, y debido al vacío político que éste dejó, que surgió la oportunidad para un nuevo tipo de orador público de prominencia política. Lo “nuevo” se debe a que, en primer lugar, este tipo de orador ya no provendría de familias aristocráticas, aunque sí adineradas, pero esta sería una riqueza obtenida y no heredada. En segundo lugar, y al igual que Pericles, le hablaría directamente al pueblo; y en tercer lugar, no tendría un historial de haber ejercido cargos militares previamente a su introducción en el mundo político, como venía siendo la costumbre. Estos oradores, como ya se dijo, dependían enteramente de su habilidad en el habla para dirigirse a sus iguales y convencerlos de apoyar sus propuestas políticas. Además de “rhétor”, también se utilizaron otros términos para designarlos, de manera peyorativa, como δημαγωγός (caudillo del pueblo), πολιτευόμενος o σύμβουλος (consejero) y frases como προστάτης τοῦ δήμου (presidente del pueblo). Estos oradores, a su vez, crearon nuevas palabras como φιλόδημος o μισόδημος (amigo o enemigo del pueblo), y φιλόπολις o μισόπολις (amigo o enemigo de la ciudad), aunque aparentemente estos nuevos términos eran recibidos de manera crítica por el pueblo, algo sobre lo que hablaremos luego.
Aunque Demóstenes (de quien luego hablaremos un poco más), en el 355 a.C., en uno de sus discursos nos dice que la democracia ateniense era compasiva con los débiles, prohibía que individuos fuertes y poderosos actuaran violentamente hacia otros, y se rehusaba a permitir el tratamiento corrupto de las masas por oradores influyentes, en la realidad práctica todo esto ocurría. Los rhétores en la Asamblea seguían sus intereses personales, los cuales no siempre estaban en el mejor interés estatal, y chocaban acaloradamente entre sí. Estos hombres ambiciosos rápidamente comprendieron que el camino al éxito no yacía en nominarse para y ejercer cargos públicos, ni ganando renombre militar, sino en utilizar sus habilidades retóricas para manipular a la gente en la Asamblea. Permanentemente despreciados por los nobles debido a su baja alcurnia, a pesar de sus éxitos comerciales y su acumulada riqueza, la obtención de este nuevo poder político equilibraba los saldos sociales que de otra manera estaban en su desventaja. La retórica, entonces, resultaba el medio para la obtención de finalidades muy personales.

El primer demagogo fue Cleón, a quien Aristófanes, el celebérrimo comediógrafo de la época, nos describe como un sórdido curtidor de pieles. Este tipo de descripciones despectivas eran comunes en la crítica a los demagogos, a quienes se les describía como meros trabajadores manuales, aunque en la realidad poseían importantes y exitosas fábricas dedicadas a esos comercios. Además de su origen plebeyo, Cleón también difería de Pericles en la manera en la que se dirigía al pueblo, al cual Cleón no dudaba de criticar severamente y a veces hasta reprender de manera casi brutal, una tendencia que futuros oradores replicarían.
Vamos a utilizar un par de segmentos de discursos de Cleón y Diodoto en una situación política y militar concreta ateniense para ejemplificar la oratoria de la época y algunas de sus características. En el 427 a.C., ya iniciada la Guerra del Peloponeso, la polis de Mitilene, en la isla de Lesbos, antigua aliada ateniense, se levantó en rebelión contra la Liga Délica, presidida por Atenas. Los atenienses asediaron la ciudad y la conquistaron, ante lo cual se convocó una asamblea popular para decidir qué hacer con Mitilene y sus ciudadanos. Cleón propuso matar a todos los varones y vender a las mujeres y niños a la esclavitud, en severo castigo por sus acciones. Esto, aunque brutal, tenía su sentido, dado que en pleno inicio de la guerra los atenienses no podían darse el lujo de parecer débiles y ver su vasto imperio, bajo la fachada de la Liga Délica, empezar a desmoronarse. Por lo tanto, un cruento ejemplo prevendría la puesta en jaque de la seguridad y prosperidad ateniense. El pueblo votó a favor de la propuesta de Cleón, pero durante la noche el pueblo cambió de opinión, y al día siguiente se congregó una asamblea extraordinaria para tomar una nueva decisión. Cleón volvió a presentar sus argumentos, y un cierto Diodoto esgrimió sus contraargumentos, oponiéndose a Cleón y abogando únicamente por la ejecución de los cabecillas, perdonando al pueblo. La propuesta de Diodoto fue aprobada, aunque por un margen muy reducido.
A continuación algunas secciones del discurso de Cleón (3.37-40):
«Muchas veces ya en el pasado he podido comprobar personalmente que una democracia es un régimen incapaz de ejercer el imperio sobre otros pueblos, pero nunca como ahora ante vuestro cambio de idea respecto a los mitileneos. Debido a la ausencia de miedos e intrigas entre vosotros en vuestras relaciones cotidianas, procedéis de la misma manera respecto a vuestros aliados, y cuando os equivocáis persuadidos por sus razonamientos o cedéis a la compasión, no pensáis que tales debilidades constituyen un peligro para vosotros y no os granjean la gratitud de vuestros aliados; y ello porque no consideráis que vuestro imperio es una tiranía, y que se ejerce sobre pueblos que intrigan y que se someten de mala gana; estos pueblos no os obedecen por los favores que podéis hacerles con perjuicio propio, sino por la superioridad que alcanzáis gracias a vuestra fuerza más que a su benevolencia. [...] De estos errores yo intentaré apartaros, demostrándoos que los mitileneos son culpables de injusticia contra vosotros como ninguna otra ciudad lo ha sido. Porque yo soy indulgente con quienes se han rebelado por no poder soportar vuestro imperio o forzados por nuestros enemigos; pero cuando han cometido una tal acción los habitantes de una isla provista de fortificaciones, que sólo podían temer a nuestros enemigos por mar —en un campo en que tampoco estaban sin defensa gracias a su escuadra de trirremes— y que vivían autónomos y eran respetados por nosotros al máximo, ¿qué otra cosa han hecho estas gentes sino urdir una agresión y promover la subversión más que lanzarse a una rebelión (la rebelión, ciertamente, es propia de quienes han sufrido alguna violencia), y tratar de destruirnos poniéndose al lado de nuestros enemigos más acérrimos? Esto constituye, en realidad, un crimen más grave que si nos hubieran hecho la guerra por su cuenta para aumentar su poder. [...] se han vuelto, por el contrario, audaces ante el futuro y, abrigando esperanzas superiores a su poder pero inferiores a su ambición, han emprendido la guerra con la determinación de anteponer la fuerza al derecho; porque en el momento en que han creído poder superarnos nos han atacado sin haber sido objeto de ofensa. [...] Sean, por tanto, castigados ahora en la forma que su culpa merece, y no endoséis la responsabilidad a los aristócratas absolviendo al pueblo. Porque todos os han atacado del mismo modo cuando les era posible pasarse a nuestro lado y estar ahora de nuevo establecidos en su ciudad; juzgaron, en cambio, más seguro compartir el riesgo con los aristócratas y colaboraron en la rebelión. [...] No os traicionéis, pues, a vosotros mismos, sino que, situándoos con el pensamiento lo más cerca posible del momento en que sufristeis el agravio y recordando cómo hubierais llegado a darlo todo por someterlos, pagadles ahora con la misma moneda sin dejaros ablandar por el inmediato presente y sin olvidar el peligro que entonces pendía sobre vuestras cabezas. Castigadlos como se merecen y dad a los otros aliados un ejemplo claro de que la pena para quienes se rebelen será la muerte. Si comprenden esto, tendréis menor necesidad de descuidar a vuestros enemigos para combatir contra vuestros propios aliados.»
traducción de Juan José Torres Esbarranch
En réplica, algunos segmentos del discurso de Diodoto (3.42-46):
«No censuro a quienes han propuesto de nuevo el debate sobre la cuestión de los mitileneos, ni apruebo a los que se quejan de que se delibere repetidamente sobre asuntos de la máxima importancia; pero pienso que dos son las cosas más contrarias a una sabia decisión: la precipitación y la cólera; de ellas, una suele ir en compañía de la insensatez, y la otra de la falta de educación y la cortedad de entendimiento. [...] Ahora bien, yo no he salido a hablar para oponerme a nadie en defensa de los mitileneos, ni tampoco para acusarlos. Porque nuestro debate, si somos sensatos, no versa sobre su culpabilidad, sino sobre la prudencia de nuestra resolución. [...] Y en cuanto al argumento en que insiste especialmente Cleón, esto es, que nuestro interés para el porvenir, con miras a un menor número de rebeliones, estriba en que impongamos la pena de muerte, yo, insistiendo a mi vez en nuestra conveniencia para el futuro, sostengo la opinión contraria. [...] Tened en cuenta que actualmente, si una ciudad que se ha rebelado comprende que no va a triunfar, puede llegar a un acuerdo cuando todavía está en condiciones de indemnizarnos de los gastos de la guerra y de pagar el tributo en el futuro; pero con el otro sistema, ¿qué ciudad, según vosotros, no se preparará mejor que ahora y no soportará el asedio hasta el final, si da lo mismo llegar a un acuerdo pronto que tarde? Y para nosotros, ¿cómo no va a ser un perjuicio gastar nuestro dinero en el asedio por no poder concluir un acuerdo y, en caso de conquistarla, ocupar una ciudad arruinada y vernos privados en adelante del tributo procedente de ella? ¡El tributo, que es la base de nuestra fuerza frente al enemigo! En consecuencia, no debemos perjudicarnos a nosotros mismos por erigirnos en jueces severos de quienes han cometido una falta, sino que más bien hemos de ver cómo, mediante castigos moderados, podremos disponer en el futuro de ciudades poderosas en el aspecto económico; y no debemos hacer depender nuestra seguridad del rigor de las leyes, sino de la previsión de nuestras actuaciones.»
traducción de Juan José Torres Esbarranch
Como ya adelantamos, Cleón perdió este debate, pero no por ello su influencia y éxito político dejó de crecer. En una asamblea en el año 425 a.C., criticó al general y aristócrata Nicias por su manejo de un asedio contra unos cuantos cientos de espartanos en la isla de Esfacteria. En la acalorada discusión, Nicias le cedió el mando militar de la operación a Cleón, obligándolo a demostrar con sus acciones lo que sus palabras pretendían. Solicitando la ayuda del general Demóstenes, Cleón replicó al reto de Nicias prometiéndole al pueblo que regresaría en veinte días con los espartanos como prisioneros de guerra. Según nos narra Tucídides, esta promesa le gustó al pueblo, quien comprendía que si Cleón triunfaba, iban a ganar una ventaja valiosa sobre los espartanos en la guerra, y si Cleón fallaba, moriría en el intento, y allí acabaría el asunto. Para sorpresa de todos, Cleón cumplió su promesa, ante cuya victoria los espartanos inmediatamente solicitaron negociaciones de paz. Estas negociaciones fueron rechazadas gracias a Cleón mismo, quien el siguiente año se aseguró un puesto como general, debido a su éxito previo, ascendiendo todavía más políticamente. Sin embargo, Cleón moriría en el 422 a.C. defendiendo la ciudad de Anfípolis, y Tucídides, a quien no le simpatizaba Cleón, nos dice que “[...] aunque Cleón, como desde el principio había decidido no hacer frente al enemigo, huyó en seguida y fue alcanzado y muerto por un peltasta de Mircino.“ (5.10.9). Un final bastante deshonroso, considerando que los peltastas eran las tropas más ligeras de los griegos, conformadas por personas de las clases más bajas o mercenarios bárbaros.
El resto del siglo V está dominado por oradores plebeyos similares a Cleón, como Hipérbolo el fabricante de lámparas y Cleofón el fabricante de liras (recordemos lo ya dicho con respecto a las típicas descripciones despectivas), aunque su dominio de la vida política en Atenas sería sólo por breves períodos de tiempo. En el siglo IV, sin embargo, rhétores individuales llegarían a comandar el discurso político por mucho más tiempo, como Eubulo en la década de los 350 a.C. Es precisamente en dicha década que otro ateniense empezaría a adentrarse en la vida pública, quien llegaría a ser tal vez el mejor orador griego de la Antigüedad, y al menos ciertamente el más conocido: Demóstenes. De esta figura titánica de la retórica hablaremos con mucho mayor detalle en otro futuro artículo, pero por ahora basta agregar que comenzó a tener éxito popular con su primera “Filípica”, discurso político contra el rey macedonio Filipo II, en el 351 a.C. Cinco años después ya era una fuerza dominante en la vida política de Atenas, manteniéndose en el liderazgo hasta el 338, cuando dicho monarca macedonio venció a Atenas y Tebas en la Guerra de Queronea e impuso su hegemonía sobre el resto de Grecia, con la notable excepción de Esparta, quien permaneció libre y autónoma.
Los rhétores y el pueblo
Si bien no todos los ciudadanos atenienses atendían a las asambleas, una reducida minoría de ellos no sólo atendía sino que también sacaba provecho de la nueva democracia y las oportunidades de ascenso político que traía consigo. Esta era una reducida minoría porque, como nos podemos imaginar, no era cualquiera el que podía dominar exitosamente las habilidades retóricas requeridas, ni tener el nivel necesario de confianza en sí mismo para dirigirse a audiencias de miles de personas, típicas de la Asamblea del pueblo en Atenas, las cuales además tendían a prolongarse desde el amanecer hasta por ahí de media tarde. La Asamblea se congregaba en un monte rocoso llamado Pnyx, cerca de la Acrópolis, y no había ningún mecanismo especial para facilitar que miles de personas lograran escuchar claramente al orador. Por lo tanto, éstos debían tener una voz muy poderosa y resistente para hacerse escuchar, y un carácter y concentración adecuados para tolerar y lidiar con constantes interrupciones por parte de secciones del público que, o bien no estaban escuchando y por ello se manifestaban, o sí estaban escuchando y precisamente por ello intervenían acaloradamente. Estimaciones modernas calculan que, en las mejores condiciones posibles, al menos una quinta parte de la audiencia no habría podido escuchar con suficiente claridad más de un 85% de lo dicho por el orador.

El poder que estos rhétores llegaron a poseer en la democracia ateniense es evidente, y también parece evidente la ingenuidad del pueblo que resultaba víctima de la manipulación y persuasión por parte de aquéllos. Sin embargo, la realidad es considerablemente diferente a esta primera impresión, puesto que en la práctica el pueblo estaba bastante consciente de la explotación cínica de la retórica para fines políticos, como muy claramente nos lo dicen contemporáneos como Tucídides, Aristófanes y Eurípides, entre otras fuentes. De hecho, tanto Cleón como Diodoto se refieren a esto en sus discursos citados previamente, donde el primero nos dice lo siguiente (3.38-40):
«Pero los responsables sois vosotros, por celebrar inoportunamente tales certámenes, vosotros que soléis ser espectadores de discursos, pero oyentes de hechos, que consideráis los hechos futuros a la luz de las bellas palabras, en las que basáis sus posibilidades, y los ya sucedidos a la luz de las críticas brillantemente expresadas, dando menos crédito al acontecimiento que han presenciado vuestros ojos que al relato que habéis oído. No hay como vosotros para dejarse engañar por la novedad de una moción ni para negarse a seguir adelante con la que ya ha sido aprobada; sois esclavos de todo lo que es insólito y menospreciadores de la normalidad. Por encima de todo cada uno de vosotros anhela poseer el don de la palabra, o, si no es así, que, en vuestra emulación con estos oradores de lo insólito, no parezca que a la hora de seguirlos quedáis rezagados en ingenio, sino que sois capaces de anticiparos en el aplauso cuando dicen algo agudo; sois tan rápidos en captar anticipadamente lo que se dice como lentos en prever sus consecuencias. Buscáis, por así decirlo, un mundo distinto de aquel en que vivimos, sin tener una idea cabal de la realidad presente; en una palabra, estáis subyugados por el placer del oído y os parecéis a espectadores sentados delante de sofistas más que a ciudadanos que deliberan sobre los intereses de su ciudad. [...] en cuanto a los oradores que os deleitan con su elocuencia, ya tendrán oportunidad de competir en otras ocasiones de menor trascendencia, y no cuando la ciudad, por un breve momento de placer, pagará una dura pena, mientras que ellos mismos en pago a su magnífica oratoria recibirán una recompensa igualmente magnífica.»
traducción de Juan José Torres Esbarranch
Diodoto también agrega algunos señalamientos propios al respecto (3.42-3):
«Lo que en realidad hace falta es que el buen ciudadano, en lugar de intimidar a sus oponentes, muestre la superioridad de sus argumentos luchando con las mismas armas, y que la ciudad sensata no acreciente los honores a quien bien le aconseja, pero que tampoco le disminuya los que ya posee, y que no sólo no penalice al defensor de una moción que no alcanza el éxito, sino que ni siquiera lo deshonre. De este modo será muy difícil que el orador que tenga éxito, con miras a una consideración todavía mayor, diga algo en contra de sus convicciones para complacer, y que el que no lo alcance trate de ganarse al pueblo con el mismo procedimiento, recurriendo también él a la adulación. [...] Se ha establecido la costumbre de que los buenos consejos dados con franqueza no resultan menos sospechosos que los malos, de suerte que se hace igualmente preciso que el orador que quiere hacer aprobar las peores propuestas seduzca al pueblo con el engaño y que el que da los mejores consejos se gane su confianza mintiendo.»
traducción de Juan José Torres Esbarranch
El hecho de que el pueblo haya estado consciente de las tendencias de los oradores no quiere decir, sin embargo, que de vez en cuando no cayera presa de éstos. Un ejemplo de esto es la propuesta de Alcibíades, un aristócrata, general y demagogo ateniense, en el 415 a.C., todavía durante la Guerra del Peloponeso, de enviar una gran flota para conquistar Sicilia. Sin haber evaluado propiamente los beneficios y riesgos de dicha propuesta, el pueblo fue convencido por la mera excelencia retórica del despliegue oratorio de Alcibíades. Tres años después, toda la flota ateniense y sus soldados fueron completamente aniquilados. Sobra decir que esto fue un golpe muy severo para Atenas y su desempeño en dicha guerra, llevando inclusive a una breve imposición de un régimen oligarca en el 411 a.C. Este suceso político fue consecuencia directa de las numerosas limitaciones y flaquezas del régimen democrático que se venían evidenciando durante dicha guerra, aunque la democracia rápidamente sería restaurada, hasta una nueva interrupción oligárquica tras la derrota militar decisiva en el 404 a.C.
Una fuente muy provechosa para comprender mejor la relación entre audiencia y orador son los προοίμια de Demóstenes, es decir, los proemios o inicios de sus discursos políticos, de los cuales nos han sobrevivido 56 ejemplos, aunque su autoría ha sido debatida. La función de estos proemios no era solamente anunciar los temas que se iban a tocar en el discurso, sino también ganarse la buena disposición de la audiencia desde el inicio. En estos proemios vemos varios temas, como la inquietud y tendencia de la audiencia a interrumpir a los oradores que hablaban por mucho tiempo (4, 21, 26, 36, 46), su aburrimiento tras escuchar muchos discursos (29, 34), su rápida reacción para impedir que los rhétores se salieran por tangentes (56), y el nivel esperado de decoro. A continuación un ejemplo del proemio #4:
“Es justo, varones atenienses, puesto que en vuestras manos está elegir el que queráis de entre los consejos expresados, que los escuchéis todos; porque realmente muchas veces ocurre que el mismo individuo un asunto no lo expone correctamente, pero otro, sí; así pues, a fuerza de alborotar, enojados, tal vez os podríais ver privados de muchos consejos útiles; en cambio, como resultado de escuchar en orden y en silencio, realizaréis todos aquellos planes que estén bien concebidos y si alguien os parece que desvaría, lo dejaréis de lado. Yo, por mi parte, ni tengo la costumbre de alargar mis discursos ni si la hubiera tenido en el pasado la pondría ahora en práctica; por el contrario, lo que estimo os conviene lo voy a exponer lo más brevemente que me sea posible.”
traducción de A. López Eire
En estos textos también se nos dice que no debían haber ofensas ni denigraciones entre oradores, estando esto en perjuicio de la audiencia, y dando una mala impresión del rhétor que las cometía (11, 20, 31, 52, 53). Si bien parece que el jurado popular en cortes judiciales disfrutaba de ver cómo los demandados sufrían ante las acusaciones y ocurría todo tipo de denigraciones de carácter en el discurso forense, la Asamblea y su contexto político era enteramente diferente. Oradores que incurrieran en comportamientos impropios o revoltosos podían ser expulsados y hasta multados.
Así pues, hemos visto cómo el surgimiento de la democracia en Atenas creó el campo fértil para la proliferación y explotación de la retórica y el ascenso de los rhétores en la política. Fusionándose retórica y política, la sociedad ateniense nunca iba a ser la misma, concentrándose el poder en las manos de unos cuantos individuos, pero en este caso con el consentimiento expreso del pueblo. La retórica ofreció una oportunidad a los hombres ambiciosos y competentes de ascender socialmente por el atajo de la oratoria. El uso de la retórica y su transformación de la sociedad y política no fue un fenómeno exclusivamente ateniense, sin embargo. Otras polis griegas, como Rodas, por ejemplo, también lo experimentaron, y en el período helenístico, la retórica florecería por el mundo “bárbaro” conquistado por Alejandro el Grande. Finalmente, los romanos también adoptarían esta práctica, la cual llegó a jugar un papel comparable en su vida política.
En la siguiente publicación sobre retórica en la antigua Grecia vamos a hablar de Gorgias, el sofista que trajo la disciplina de la retórica a Atenas en el siglo V a.C., y gracias a cuyas enseñanzas se originó todo este despliegue oratorio ateniense que acabamos de recorrer muy sumariamente.