1. SATURNIA REGNA IV/V
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
Les compartimos hoy la cuarta parte de cinco concernientes a la primera etapa de la religión griega, los Reinos Saturnianos (“Saturnia Regna”), según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957). Construyendo sobre los ejemplos concretos brindados durante la publicación anterior (Meiliquios la serpiente en la Diasia, Tesmófora la cerda en las Tesmoforias y pseudo-Dioniso el toro en las Antesterias), hoy se continúa elaborando conceptos antropológicos como el del “maná”, la naturaleza de la figura del sacerdote, y el “theós” (“dios”).
¿De dónde surge el concepto del “animal sagrado? Murray nos cita el trabajo del Dr. Robertson Smith (1901) al respecto, quien presenta la tesis de que dicho concepto se origina del “festín sacramental”, es decir, el acto de sacrificar un animal particular y consumirlo, ya que en el proceso de comer su carne y tomar su sangre se obtiene el “maná” del animal sagrado, es decir, su poder vital y sus cualidades intrínsecas. Sería un error decir que mediante este ritual “se entra en comunión con el dios”, como el mismo Smith dice, ya que en esta etapa del pensamiento y experiencia religiosos el dios, el θεός, todavía no existe, sino sólo el maná, la materia prima, si se quiere, de la que están hechos los dioses mismos, según nos afirma el autor. Inclusive en animales “menores” como cabritos, cervatillos y liebres encontraba el hombre primitivo cualidades deseables, como su velocidad, agilidad o resistencia, aunque es más fácil de comprender, de percibir, ese maná propio de animales como el toro. Hasta las ranas, inclusive, pues ¿acaso no son capaces de invocar la lluvia con su croar? ¿Y quién puede debatir el poder y conocimiento de las aves? Llevado a macabros extremos, podemos percibir también el maná del hombre mismo, o, mejor dicho, de un cierto enemigo, lo cual lleva al canibalismo ritual de algunas tribus, donde opera la misma dinámica recién explicada.
Comprendiendo el concepto del maná, y de cómo éste causa la sacralización y el sacrificio de animales, podríamos todavía preguntarnos cómo se pasa de allí al concepto del θεός mismo, que parece considerablemente distante. Es decir, ¿cómo pasamos del animal real al imaginario dios antropomórfico? Ya hablamos antes de las limitaciones imaginativas del hombre primitivo, donde sólo puede comprender el mundo alrededor suyo bajo un molde humano: si el viento sopla, es porque algo más o menos humano, aunque evidentemente sobrehumano, literalmente sopla con sus henchidas mejillas dicho viento; si el relámpago impacta un árbol, es porque un alguien superior tiró su hacha o martillo contra él; y así sucesivamente. Aunado a esto, tenemos un segundo fenómeno que nos lleva del maná al dios. Tenemos un muy conocido período transicional en la religión mediterránea temprana: el del hombre vistiéndose con la cabeza o piel de una bestia sagrada. En Egipto tenemos dioses con cuerpo humano pero cabezas bestiales, lo cual, nos dicen los expertos (Lang, 1906; Moret, Dietrich, 1903), se origina de reyes y sacerdotes que en especiales ocasiones sacrificiales cubrían sus cabezas con máscaras de animales. En Creta tenemos al Minotauro, la proyección del rey Minos utilizando dicho atavío religioso; y muchos otros ejemplos en Micenas, Asiria, etc. Inclusive, en la misma Grecia poseemos a Hera βοῶπις (“ojos de buey”), a Atenea γλαυκῶπις (“ojos de búho”), y a Herácles, δεινῷ χάςματι θηρός (“con las terribles fauces abiertas de la bestia”, la cabeza y piel de león que característicamente vestía). El maná del animal sagrado no está únicamente en su carne y sangre, y consumirla no es la única manera de obtenerlo, sino que dicho maná también yace en el cuero y la cabeza y el pelaje de la bestia, y el hombre también puede entrar en contacto con dicho maná al cubrirse con todo ello y encarnar así al animal sagrado: el hombre vistiendo la piel del león se termina sintiendo como el león mismo. ¿Y quién es este hombre? Puede ser un candidato para alguna purificación o iniciación ritual, pero por excelencia es el sacerdote, el médico, el rey divino (βασιλεύς): es la encarnación de la medicina o el hechizo o el poder mágico, el maná activo.

En un inicio, este hombre sagrado es el único θεός, el único dios, que su sociedad conoce: la deificación de un humano por su maná, su κράτος (“poder”) y su βία (“fuerza”), su control del clima, de la fertilidad de la tierra, de los desastres naturales; su conocimiento de lo lícito y lo indebido, de lo justo y de la costumbre; su poder de maldecir, pero también de preservar la vida. Sin embargo, este chamán no deja de ser un hombre mortal, propenso a errores y fracasos, potencial presa de sus propias ilusiones y pretensiones, y eventualmente víctima de la inescapable muerte. Ante estas carencias y limitaciones, la tribu diferencia el hombre, el sacerdote, del dios al que encarna, abstrae la divinidad de la cual él no es más que un vehículo, un medio: el sacerdote no es más que el representante del dios en la tierra. El chamán posee una innegable conexión especial con el θεός, y es poseedor de sus instrumentos sagrados, su ἱερά (“objetos sagrados”) y ὄργια (“ritos secretos”), sabe cómo interpelarlo y disuadirlo.
Tomando en cuenta estos fenómenos en unísono, ya no nos extraña tanto el surgimiento de dioses antropomórficos en estas sociedades antiguas. Un Tesmoforos o Meiliquios cobran mucho más sentido, sobre todo si aceptamos la definición de M. Doutté (1909) sobre "dios" como el deseo colectivo personificado. Vemos, así, a “Afiktor”, el dios suplicante, que personifica ese deseo y pasión colectivos de las bandas de hombres y mujeres que marchaban en largas procesiones hacia lugares sagrados para implorarle clemencia a la deidad; dios suplicante que, luego, al igual que Tesmoforos y Meiliquios, se vuelve no más que un epíteto de un Olímpico, en este caso de Zeus.
En la siguiente publicación abordaremos algunos conceptos antropológicos adicionales, antes de pasar a la segunda etapa de la religión griega, la de los Olímpicos, de quienes tanto hemos venido adelantando ya.