1. SATURNIA REGNA V/V
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
Hoy concluiremos con la quinta parte de cinco concernientes a la primera etapa de la religión griega, los Reinos Saturnianos (“Saturnia Regna”), según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957). Cerrando esta primera etapa, se ahondará en algunos conceptos adicionales que son centrales en la religión saturniana: El Triple, El Salvador; hybris, themis, y el concepto de tabú.
En la publicación anterior presentamos una definición de “dios” como “el deseo colectivo personificado”, pero bueno, ¿cuál es el deseo colectivo, en qué se concentran las emociones primitivas? En dos cosas: en el suministro de comida, y el suministro “de la tribu”, es decir, en el deseo de no morir de hambre y de no ser acosado o conquistado por tribus vecinas. La fertilidad de la tierra y la fertilidad de la tribu son percibidas como una misma cosa en la religión temprana. La tierra es una madre, una ἄρουρα, un terreno arado, ya que tras la introducción de la agricultura se vuelve una dadora de frutos y trigo, una madre nutriz; previo a ello era la madre del crecimiento espontáneo, de animales salvajes y la vida montañosa, la πότνια θηρῶν, la señora de las bestias.

La tierra es madre cuando llega la cosecha, pero en primavera es una doncella (Κόρη), una doncella que cada año está destinada a casarse y volverse fructífera; pero inclusive antes de ello, hubo un período donde la tierra estuvo inerte e infecunda, cuando la Κόρη fue raptada hacia dominios subterráneos, donde habitan los muertos, y los hombres no pueden sino esperar hasta que los primeros capullos de la primavera anuncien su regreso, cuando procederán a invocarla de vuelta con el resplandecer de las flores.
De similar manera, en primavera la tierra resulta κουροτρόφος, criadora de κουροῖ, de muchachos, de los hombres jóvenes de la tribu, así como también los crían las ninfas y los ríos de los campos, y la luna, quien apresura su crecimiento en los vientres maternos; misma luna que marca las estaciones y sirve para calcular el tiempo. Sin embargo, una vez que los hombres aprenden a medir el tiempo en unidades de tiempo más largas y más precisas, utilizando un calendario solar, el sol mismo se vuelve un Κοῦρος, el joven divino que regresa todos los años después de cada invierno, y los κουροῖ, a su vez, adquieren atribuciones solares. Tras los ritos iniciáticos primaverales, donde estos jóvenes se volvían hombres (el término κοῦρος está relacionado con el verbo κείρω, rasurar, puesto que en la ceremonia de iniciación los jóvenes rasuraban sus largas cabelleras), éstos adquirían ahora dos labores primordiales: generar nuevos niños para la tribu, y masacrar a los enemigos de la tribu en batalla.

Así pues durante los rituales primaverales la tribu y la tierra se renovaban juntamente: la tierra resurge de su muerte, la tribu se recupera tras sus ancestros fallecidos, y el proceso, cargado de emoción y deseo humano, se proyecta en un dios antropomórfico. Un espíritu vegetal, un Κοῦρος divino, es el δαίμων, el dios anual, que primero vive, luego muere con cada año, y en la tercera etapa resurge de entre los muertos, reviviendo a todos los muertos consigo: El Tercero, El Triple, El Salvador. Las ceremonias de renovación incluyen el despojo de los ropajes del año viejo, de todo lo contaminado por la infección de la muerte, y de la pestilencia de la injusticia e inmoralidad.
Tal y como es representado posteriormente en la tragedia griega, la historia del dios anual es una de orgullo y castigo: cada año viene, surge, comete el crimen de la ὕβρις, de la arrogancia impía, y es asesinado como castigo; la muerte es merecida, pero el asesinato del ser divino es otra ὕβρις. Así pues, regresa al año siguiente, resurgiendo como El Vengador, reviviendo como El Agraviado, puesto que, como nos dice Anaximandro, “todas las cosas pagan retribución por sus injusticias mutuas de acuerdo con el decreto del tiempo” (Diels, i. B. 1). Estas ideas, parcialmente suprimidas en tiempos clásicos, pero todavía muy presentes en pueblos aledaños poco helenizados, son las que proveen a San Pablo de material religioso para muchas de sus más famosas y profundas metáforas cristianas.
Se mencionó “la pestilencia de la injusticia e inmoralidad”; previamente hemos explicado el concepto del maná, un poder o fuerza positiva, pero es ahora momento de hablar del lado negativo de esto: el tabú, Lo Prohibido, Lo Temido. La seguridad y comodidad extraordinarias de nuestros tiempos nos torna algo difícil de comprender la precariedad constante, la temible proximidad de la muerte, que era usual en estas comunidades antiguas: estaban en continuo temor de bestias salvajes, estaban indefensos contra desastres naturales, impotentes ante plagas. Su sustento dependía de una pequeña porción de tierra, y si El Salvador no renacía con la primavera, morirían lenta y miserablemente. Sin saber con certeza los secretos detrás del fracaso de los cultivos, sentían que tenía algo que ver con el tema de la suciedad moral y religiosa, de contaminación no expiada. De allí surgen los rituales, los sacrificios cruentos, los chivos expiatorios, el bañar con sangre los campos, el descuartizamiento de animales, e inclusive de sacrificios humanos: la purgación de las faltas, errores y sacrilegios mediante un φαρμακός, aquello sacrificado para saldar cuentas religiosas. Dichas acciones tienen su origen en la violación del tabú, en el cometimiento de lo prohibido. Debemos cuidar nuestras palabras y acciones, puesto que estamos rodeados de κῆρες, espíritus alados, innumerables, informes y desconocidos, espíritus de la muerte, de la enfermedad, de la locura y la calamidad, miles y miles de ellos, de los cuales, como nos dice Sarpedón en la Ilíada (M. 326f.), el hombre nunca puede escapar ni esconderse y, como nos dice un poeta antiguo desconocido, “el aire está tan repleto de ellos que no hay una sola grieta vacía donde puedas encajar un solo fino pelo de la espiga del trigo” (Frg. Ap. Plut. Consol. Ad Apoll. xxvi).
Contrario a la opinión popular, al menos en esta región mediterránea, las “víctimas” en los sacrificios humanos a menudo eran voluntarias, dispuestas a morir por su pueblo, a soportar la muerte por su prójimo tribal. Muchos de los cultos antiguos estaban rebosantes de la veneración emocional del mártir, del moribundo Salvador, el σωσίπολις, el σωτήρ, quien muere con su mundo o para su mundo, y luego resurge con el mundo mismo, triunfante, a través del sufrimiento, sobre la muerte y el violentado tabú. En un contexto griego olímpico, esta figura estuvo mejor encarnada por Dioniso, aunque otros dioses como Apolo también poseían algunas de estas características saturnianas de El Salvador.
Para el griego el mundo de las posibles acciones estaba dividido entre θέμις y ἄθεμις, lo lícito y lo ilícito, la ley divina consuetudinaria y lo que yace fuera de ella, lo sagrado y lo impío, lo correcto y el tabú. El hacer algo ἄθεμις con certeza daría origen a un desastre público. La θέμις es la ley antigua, τὰ πάτρια, las costumbres de nuestros antepasados, aquello que siempre se ha hecho, salvaguardando la supervivencia de la tribu, y por lo tanto divinamente correcto. En la rara instancia de emergencias sin precedentes, se acude a los γέροντες, a los ancianos, así como al βασιλεύς, el rey sagrado (posteriormente, el sacerdote), quienes tal vez recordarán lo que nuestros antepasados hicieron o harían, y nos dirán τὸ πρέσβιστον, lo más antiguo, lo más augusto, lo más reverenciable, lo mejor. Pero, ¿y qué pasa si inclusive los γέροντες y el βασιλεύς nos fallan, si no damos con τὰ πάτρια de manera exitosa? En dicha situación debemos acudir a los χθόνιοι, los de abajo, los que habitan el inframundo, los muertos, y de entre ellos a los ἥρωες, nuestros más sublimes antepasados, los héroes de la tribu, los más antiguos de los antiguos, y ellos definitivamente sabrán τὸ πρέσβιστον y ἡ θέμις. Así, acudimos a sus tumbas locales, o, en su ausencia, a algún oráculo en un templo o localidad sagrada, una grieta o cueva conectada con el inframundo, un lugar de serpientes y tierra, de profundidades abismales y de comunión con los muertos.
Los oráculos se nutrían del terror humano, de la incertidumbre, de la desesperación y de las crisis; al ser voceros de tradiciones ancestrales, detestaban el cambio y el progreso de conocimiento que se desviara de la sabiduría divina. A menudo las soluciones oraculares eran unas de extrema crueldad y sufrimiento, trayendo a flote lo más bestial en el hombre, ahogando las voces críticas más racionales o compasivas con violentos derramamientos de sangre, del sacrificio de inocentes víctimas para expiar algún mal desconocido e inconexo. Sin embargo, la domesticación de este ciego dragón, como lo califica Murray, de esta terrible manifestación de la religión saturniana, de la gran y temible Pitón, ha sido uno de los grandes logros del helenismo para la humanidad, como veremos en la siguiente etapa, la de Los Olímpicos, puesto que, como dijo un poeta romano: tantum religio potuit suadere malorum, es decir, “de tan grandes males ha podido persuadir la religión” (Lucrecio, De Rerum Natura, I. 101).