Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
En esta ocasión continuaremos con esta serie de publicaciones dedicada a la retórica y oratoria en la Antigua Grecia. En el artículo anterior, enfocado en la figura de Isócrates, concluimos una tendencia a abordar grandes personalidades retóricas griegas, y ahora, con el presente artículo, hacemos un giro para enfocarnos en la relación entre retórica y literatura; a saber, en este primer caso, la tragedia. Como en casos anteriores, el contenido a continuación se guía por el capítulo titulado “Rhetoric and Tragedy: Weapons of Mass Persuasion”, por Marianne McDonald, aunque muy superficialmente, en el texto editado por el clasicista norteamericano Ian Worthington, titulado A Companion to Greek Rhetoric (2007), de la editorial Blackwell Publishing.
Lastimosamente, este no es el momento para proveer una introducción propiamente hablando a la tragedia, aunque tampoco podemos iniciar este artículo sin algún tipo de brevísima explicación de a qué nos referimos con “tragedia” como género literario. Los orígenes históricos de la tragedia no los conocemos con absoluta certeza, aunque basándonos en explicaciones de los antiguos mismos podemos retraer su origen a algún momento del siglo VI a.C., con su desarrollo pleno y máximos exponentes en el siglo V a.C., el Siglo de Oro. La tragedia se volvió parte integral de los festivales religiosos dedicados a Dioniso, con la intención de entretener a la audiencia, proveyéndola de una experiencia estética y emocional única, influenciando a tanto ciudadanos como aliados políticos. Sin detenernos a observar posibles orígenes o influencias tempranas, podemos decir que el primer tipo de tragedia fue un estilo de drama representado utilizando máscaras y que era danzado, cantado y recitado. La temática de estos dramas era, en la gran mayoría de los casos, mitos ampliamente conocidos en Grecia, involucrando héroes y dioses, explorando conflictos de carácter, éticos y religiosos, con desenlaces trágicos ineludibles e inevitables coronados con el sufrimiento del protagonista.

Existen sólo tres tragediógrafos del siglo V cuyas obras nos han sobrevivido de manera más o menos completa: Esquilo (~525-456, con siete tragedias), Sófocles (~496-406, con siete tragedias) y Eurípides (~480-406, con dieciocho tragedias y un drama satírico, un tipo de obra teatral con semejanzas a la tragedia pero cómica). Esta cantidad de obras sobrevivientes representa alrededor de un 10% de las obras compuestas por estos tragediógrafos. Esquilo es el más poético de los tres tragediógrafos, y ya echa mano a varios elementos retóricos; Sófocles recurrirá más a la retórica que Esquilo, y Eurípides aún más; en efecto, ya en el siglo IV la tragedia de la época refleja claramente la creciente influencia de la retórica en la sociedad griega, todavía más que en el siglo V. En este artículo vamos a abordar brevemente cada tragediógrafo y algunas de sus obras, explorando la relación entre tragedia y retórica en el siglo V.
Esquilo
Para el caso de Esquilo nos enfocaremos en la Orestíada, una trilogía de tragedias compuestas por Agamenón, las Coéforas y las Euménides. Esta trilogía recuenta los eventos en la familia regia de Agamenón tras su regreso de la guerra de Troya: su esposa, Clitemnestra, ha tomado un amante, Egisto, en la ausencia del marido, amante que además es primo del rey. Dolida por el sacrificio de su hija, Ifigenia, a manos de su esposo, para conseguir vientos favorables al inicio de la campaña militar, ella y Egisto planean asesinar al rey a su regreso y tomar el poder del reino en sus manos. Al regreso, Agamenón arriba con Casandra, princesa troyana, como premio de guerra, algo que sólo enfada todavía más a Clitemnestra. Esto, junto con otras ofensas, lleva al desenlace de la primera tragedia de la trilogía, cuando Clitemnestra asesina a su esposo, Agamenón, y también a Casandra. Como consecuencia de ello, uno de sus hijos, Orestes, probablemente ya un joven adulto, es exiliado del reino, por temor a que busque vengar la muerte de su padre, mientras la hija Electra permanece en el palacio pero bajo constante guardia.

En la segunda obra, las Coéforas (que significa “las portadoras de libaciones”), Orestes regresa al reino de su padre, tras el mandato divino de Apolo, quien lo urge a matar a su madre, Clitemnestra, en castigo por haber asesinado a Agamenón. Orestes se encuentra con su hermana, Electra, en la tumba de su padre, y juntos planean el asesinato de su madre, Clitemnestra, y también del amante Egisto. Orestes logra entrar al palacio haciéndose pasar por un mensajero, trayendo noticias de la muerte de Orestes, y es atendido por Egisto, a quien Orestes asesina. Luego, en presencia de su madre, quien llega a reconocerlo, Orestes duda por un momento de asesinarla, pero se le recuerda la orden del dios y procede a cometer el matricidio. Como consecuencia de su crimen, ahora Orestes es perseguido por otras deidades, las Erinias, seres repulsivos y sangrientos que lo atormentan como retribución por el crimen de sangre que ha cometido.
En la tercera obra, las Euménides, Orestes llega a Atenas buscando refugio y santuario de las Erinias, clamando la ayuda de Atenea. La diosa escucha sus plegarias e instituye un juicio para determinar la culpabilidad o inocencia de Orestes. El jurado está compuesto por doce ciudadanos atenienses, y el juicio está supervisado por Atenea misma. El juicio inicia con la examinación de Orestes y luego de Apolo a mano de las acusantes, las Erinias. Primero, las Erinias hacen a Orestes admitir que mató a su madre, quien no lo niega, pero argumenta que su decisión no fue propia, sino que simplemente obedecía al oráculo divino de Apolo. Orestes también agrega que no se arrepiente de haberlo hecho, puesto que Clitemnestra tenía dos manchas: no sólo había asesinado a su esposo, sino que al hacerlo también asesinó al padre de Orestes. Orestes trata de acusar de hipócritas a las Erinias, ya que no persiguieron a Clitemnestra hacia el exilio al haber asesinado a Agamenón, como sí lo hicieron con él, pero ellas rápidamente le dicen que Clitemnestra no cometió un crimen contra su propia sangre, como sí lo hizo Orestes, puesto que él y Clitemnestra estaban emparentados como madre e hijo, mientras que Clitemnestra y Agamenón no, por lo que el crimen de Orestes es peor, ya que no hay nada más querido que la sangre de una madre.

Apolo argumenta tres puntos principales en justificación del asesinato: i) Agamenón, como rey y comandante del ejército griego, estaba bajo particular protección de Zeus, dios supremo que vela por los monarcas como manifestaciones suyas entre los mortales, y por lo tanto el comando que recibió Orestes de Apolo incitándolo al asesinato era en realidad una orden que venía desde Zeus mismo, la última autoridad, la cual Orestes acató como debía haber hecho, y no fue una decisión que tomó antojadizamente; ii) Clitemnestra cometió un grave crimen al asesinar a su esposo, a quien le debía fidelidad y lealtad, y además lo hizo de manera cobarde y manipuladora, no abierta y honestamente como lo habría hecho una Amazona, enfrentando a Agamenón en el combate, sino que al regresar lo trató con dulces y amorosas palabras, recibiéndolo de manera afectuosa, mientras ya tramaba su asesinato, y en la noche, inmovilizándolo con una trampa, lo acuchilló de manera traicionera; y iii) pesa más la figura del padre que el de la madre, pues el hijo es vástago del padre, mientras que la madre sirve nada más como receptáculo nutriz de la semilla que planta el padre, por lo que el hijo le debe mayor fidelidad al padre que a la madre, y a favor de ello Apolo menciona la existencia de Atenea, la cual nació del cráneo de Zeus y sin madre, como ejemplo del hecho de que pueden haber hijos con padre y sin madre, pero no viceversa.
En este punto concluye la argumentación y el jurado deposita sus votos en las urnas correspondientes. Atenea, sin haberse contado antes los votos, dice que ella va a agregar su voto a los que hayan a favor de Orestes, ya que ella no posee madre, sólo padre, y por lo tanto favorece todo lo varonil, jamás siendo capaz de preferir a una mujer que asesinó a su esposo por encima del esposo mismo. Contados los votos y anunciado el empate entre los votos del jurado, el decimotercer voto de Atenea termina por exculpar a Orestes de pena alguna por el homicidio cometido. Las Erinias responden a este resultado de manera bastante negativa, acusando a los “dioses demasiado jóvenes” (Apolo y Atenea) de haber violentado antiguas leyes, las cuales ellas deben ejecutar, y de haberlas privado de los honores que les corresponde como deidades que son. Prometen que como retribución envenenarán la tierra ateniense, para que sufran todos lo que ella sufren ahora injuriadas. Ante esto Atenea procede a ofrecer un trato a las Erinias para calmar su enojo y aceptar la resolución; cuatro veces argumenta Atenea con ellas, y tres veces se rehúsan, hasta finalmente aceptar. A continuación algunas partes de la argumentación de Atenea:
Hacedme caso y no os andéis con esos lamentos en tono profundo. No habéis sido vencidas. Simplemente que en el veredicto de los votos ha habido empate. Esa es la verdad, no que se os haya quitado el honor. Había claros testimonios procedentes de Zeus y el mismo dios que pronunció la profecía fue también el que dio testimonio de que si Orestes hacía eso, no sufriría daño alguno. No arrojéis a esta tierra vosotras vuestro dañino resentimiento, ni os irritéis, ni produzcáis esterilidad destilando un goteo de genios maléficos que, como lanzas salvajes, son devoradores de las semillas, porque yo, como es justo, os prometo que tendréis una sede y una gruta en este país que se rige por la justicia, donde ocupando lustrosos tronos junto al hogar al que acuden los suplicantes, seréis honradas por los habitantes de esta ciudad.
[...] No carecéis de honores. No os dejéis llevar por una irritación demasiado violenta hasta hacer imposible el cultivo en esta tierra de mortales, porque seáis diosas. También lo soy yo y tengo en Zeus mi confianza y -¿tendré que decirlo?- soy también la única entre los dioses que conoce las llaves de la habitación donde bajo sello se guarda el rayo. Pero no necesito de él. Hazme caso y no arrojes contra este país maldiciones de tu mala lengua que produzcan la ruina de todo ser que pudiera dar fruto. Calma ya ese negro oleaje de amarga rabia, pues puedes ser acreedora de augustos honores y compañera mía de morada. Cuando tú tengas las primicias de esta vasta tierra, las ofrendas por los nacimientos y los sacrificios rituales con ocasión de los matrimonios, alabarás mis consejos por siempre.
[...] Si vosotras os vais a un país en que habite otra gente, echaréis de menos esta tierra -os lo vaticino-, pues, en su constante fluir, va a venir un tiempo lleno de gloria para este pueblo. Tú tendrás una sede honrosa junto a la morada de Erecteo y conseguirás de las procesiones de los varones y las mujeres lo que jamás podrías lograr de otros mortales. [...] Bienes de esa clase te es posible recibir de mí: hacer beneficios y recibirlos, ser objeto de veneración y participar de esta tierra, la predilecta de los dioses.
[...] Así que, si para ti significa algo la santa majestad de Persuasión, si mi lengua te calma y te hechiza, puedes quedarte aquí. Pero, si no quieres quedarte, no podrás descargar con justicia contra esta ciudad tu cólera o tu rencor o algún daño para su pueblo, porque tú puedes por siempre recibir honores con toda justicia, como partícipe de esta tierra.
Las Euménides, versos 794-892, traducción de Bernardo Perea Morales
Las Erinias finalmente son convencidas por Atenea, y como consecuencia de la nueva función que cumplirán en Atenas serán conocidas a futuro como las Euménides, que significa “las benévolas”, pasando de ser diosas vengativas, sedientas de sangre, crueles y terribles, a deidades ahora amables, favorables y bien dispuestas hacia los mortales. En este punto de concordia entre las partes concluye la tercera obra y la trilogía de la Orestíada.
Nótese la mezcla de elementos que utiliza Atenea para convencer a las Erinias: trato respetuoso y digno de su estatus como diosas, amenazas (la mención del rayo) pero veladas, para no ofenderlas directamente, invocaciones a la persuasión como si fuera una diosa, y, finalmente, lo que bien podríamos llamar un soborno: la promesa de bienes, prestigio y privilegios. Atenea reconoce la dignidad de la otra parte, deja clara su inferioridad ante ella y los dioses más jóvenes, pero sin resultar odiosa, y aunque estos jóvenes dioses podrían imponerse por la fuerza, hace el esfuerzo de convencerlas con palabras y promesas, dándole a la contraparte una salida honrosa del aprieto en el que se encuentra: la imposibilidad de aceptar su humillación y la de oponerse a seres más poderosos que ellas. Podríamos sacar la conclusión de que la retórica es útil para aquellos que se encuentran en el poder, y para perpetuarse en él, pero siempre debe estar respaldada por fuerza superior y suavizada con sobornos, elogios o favores similares. Y esto aplicaba para la democracia ateniense tanto como sigue aplicando para nuestra contemporaneidad.
Sófocles
En el caso de Sófocles vamos a recurrir a su obra titulada Filoctetes (409 a.C.), para ejemplificar algunos elementos retóricos en la obra de este segundo tragediógrafo. Esta obra, al igual que la trilogía de la Orestíada de Esquilo, ganaron el primer lugar en sus respectivos certámenes y puestas en escena, aunque separadas por casi 50 años. El Filoctetes es una obra maestra que explora el carácter y la moralidad de diferentes héroes y cómo estas diferencias entre ellos terminan chocando, resultando en una confrontación y argumentación de las partes. Sin embargo, antes de explorar estos aspectos es necesario proveer algo de contexto a los eventos de la tragedia en cuestión.
Herácles, más comúnmente conocido por su nombre latino de Hércules, se encontraba sufriendo inconmensurablemente por un inefable e intolerable dolor (las causas del cual, por motivos de brevedad, no explicaremos), y deseaba acabar con su vida. Para ello, solicita que se le cree una pira funeraria y se le encienda, sobre la cuál se arrojará todavía viviente para así acabar con su vida. Filoctetes, un héroe y arquero de gran renombre, es el único que logra encender la pira, y Herácles, agradecido, le obsequia su arco, de grandísimo poder, así como sus flechas, bañadas en el veneno de la Hidra. Años después, iniciada la Guerra de Troya, Filoctetes parte con el resto del ejército y héroes griegos, también llamados argivos, hacia Troya. Sin embargo, de camino, en alguna isla del Egeo (existen cuatro diferentes versiones del evento, las cuales omitimos para simplificar la narración), Filoctetes es mordido por una serpiente en su pie, mordedura que le causa una permanente herida que le sobrecoge con espasmos de terrible dolor y, además, infeccionada y destilando pus, emana un olor repugnante y odioso. Estos ataques de sufrimiento, arrancándole terribles alaridos al héroe, así como el repulsivo olor, vuelve su presencia indeseada al resto de tropas griegas. Como consecuencia de esto, Odiseo, héroe renombrado por su astucia, ausencia de escrúpulos, manipulación y engaños, convence a Agamenón, el comandante en jefe, de abandonar a Filoctetes en la isla desierta de Lemnos, y de esa manera quitarse de encima tan incómoda compañía. Agamenón accede, y efectivamente abandonan al sufriente héroe en la isla, dejándole como único medio para sobrevivir su arco y flechas.

Diez años pasan, durante los cuales se desenvuelve la mayor parte de la Guerra de Troya, ya habiendo muerto Aquiles, aunque todavía no tomada la ciudad. Los griegos reciben un oráculo que les indica que para poder tomar la ciudad van a necesitar del arco de Herácles, en posesión de Filoctetes, así como al héroe mismo, por lo que Odiseo parte hacia Lemnos para tratar de traerlos de vuelta. Como sobra decir, Filoctetes albergaba un grandísimo odio y resentimiento contra los griegos, pero particularmente contra Odiseo, por haberlo abandonado en la isla. Sin embargo, Odiseo, sabiendo esto, lleva consigo al joven, inexperimentado, noble e inocente hijo de Aquiles, Neoptólemo, y planea manipularlo y utilizarlo para engañar a Filoctetes y salirse con las suyas. La tragedia inicia con el arribo de Odiseo y Neoptólemo a Lemnos, y el planeamiento que realizan sobre la estrategia a seguir para cumplir con su misión, citada a continuación:
Odiseo. — Hijo de Aquiles, preciso es que seas valeroso en la misión para la que has venido, y no sólo con tu cuerpo, sino que, si oyes algo nuevo que antes no habías oído, debes colaborar en aquello en que estás como ayudante.
Neoptólemo. — ¿Qué ordenas?
Odiseo. — Te necesito para que, al hablarle, engañes con tus palabras el ánimo de Filoctetes. Cuando te pregunte quién eres y de dónde has llegado, dices que hijo de Aquiles —esto no hay que ocultarlo— y que navegas hacia casa, tras abandonar la expedición naval de los aqueos, habiendo surgido un gran odio contra ellos porque te hicieron venir con súplicas desde tu país, como si fueras el único medio de conquistar Ilión, y no te consideraron, una vez que hubiste llegado, digno de las armas de Aquiles. A pesar de que pedías con pleno derecho que te las dieran, se las entregaron a Odiseo. Puedes decir los más mezquinos ultrajes que quieras contra mí. En nada me ofenderás con ello. Y, si no lo haces, lanzarás a la ruina a todos los argivos. Pues si no es capturado el arco de éste, te será imposible conquistar la llanura de Dárdano.
Entérate de por qué no puedo yo, y en cambio tú sí, tener un trato confiado y seguro. Tú has viajado sin estar obligado por juramento con nadie, ni a la fuerza, ni en la primera expedición; sin embargo, yo no puedo refutar ninguna de estas cosas. De modo que, si él me ve mientras sea dueño del arco, estoy perdido, y te arrastro en la perdición a ti también por estar en tu compañía.
Es necesario que en esto mismo te las ingenies para sustraerle las armas invencibles. Sé, hijo, que no estás predispuesto por tu naturaleza a hablar así ni a maquinar engaños. Pero es grato conseguir la victoria. Lánzate a ello; ya nos mostraremos justos en otra ocasión. Ahora, por un corto espacio del día, préstate para algo desvergonzado, y, después, durante el resto del tiempo, podrás ser llamado el más piadoso de todos los mortales.
Neoptólemo.—Yo, ¡oh hijo de Laertes!, odio poner en práctica las palabras que me afligen al oírlas. Por mi naturaleza no hago nada con medios engañosos, ni yo mismo, ni, según dicen, el que me dio el ser. Pero estoy dispuesto a llevarme a este hombre por la fuerza y no con engaños. Porque no nos someterá por la fuerza con un solo pie a nosotros que somos tantos. Sin embargo, habiendo sido enviado como colaborador tuyo, temo ser llamado traidor. Pero prefiero, rey, fracasar obrando rectamente que vencer con malas artes.
Odiseo. — Hijo de noble padre, también yo mismo cuando era joven tenía la palabra ociosa y el brazo activo. Y ahora, remitiéndome a las pruebas, veo que entre los mortales son las palabras y no los actos los que guían todo.
Neoptólemo. — Y ¿qué otra cosa me ordenas sino decir mentiras?
Odiseo. — Te digo que con astucia captures a Filoctetes.
Neoptólemo. — ¿Y por qué hay que llevarlo con engaños, en lugar de convenciéndolo?
Odiseo. — No se deja convencer. Por la fuerza no podrías tomarlo.
Neoptólemo. — ¿Tan tremendamente confiado en su fuerza está?
Odiseo. — Tiene flechas que no fallan y portadoras de muerte.
Neoptólemo . — Y, en ese caso, ¿no es una temeridad acercarse a aquél?
Odiseo. — Sí, a no ser que lo cojas con engaño, como yo te digo.
Neoptólemo. — Y ¿no consideras vergonzoso, ciertamente, decir mentiras?
Odiseo. — No, si la mentira reporta la salvación.
Neoptólemo. — Y ¿cómo se atreverá alguien a hablar así mirando a la cara?
Odiseo. — Cuando haces algo para un provecho, no conviene vacilar.
Neoptólemo. — ¿Qué me aprovecha a mí que éste vaya a Troya?
Odiseo. — Sólo este arco conquistará Troya.
Neoptólemo. — ¿Acaso no soy yo, como decíais, el que va a devastarla?
Odiseo. — Ni tú podrías sin aquél ni aquél sin ti.
Neoptólemo. — Tendrá que ser capturado, si es así.
Odiseo. — Si lo haces, obtendrás dos beneficios.
Neoptólemo. — ¿Cuáles? Si me los haces ver, no podría negarme a hacerlo.
Odiseo. — Serías reputado por sabio tanto como por valiente.
Neoptólemo. — Ea, lo haré, liberándome de todo sentimiento de vergüenza.
Filoctetes, versos 50-120, traducción de Assela Alamillo
De esta manera, Odiseo logra convencer a Neoptólemo de seguir sus indicaciones para engañar a Filoctetes, en contra de la voz de su consciencia y la nobleza heredada de su padre. Neoptólemo marcha al encuentro de Filoctetes, armado con la estrategia de Odiseo, mientras éste permanece en la costa, escondido y atemorizado de la posibilidad de que Filoctetes lo descubra y cobre venganza sobre él. Neoptólemo se encuentra con Filoctetes y ejecuta a la perfección el plan de Odiseo para ganarse su confianza, con su visible juventud y pureza funcionando a su favor, tal y como Odiseo había calculado.
Filoctetes le cuenta a Neoptólemo cómo ha logrado sobrevivir durante estos diez años en la desierta isla, cojo y sufriendo del terrible dolor de la herida, mostrándole también una miserable cueva donde ha tomado refugio, y el joven presencia varios de estos sobrecogedores ataques de sufrimiento. En uno de estos ataques, Filoctetes le confía su arco a Neoptólemo, y luego pierde la consciencia por el extremo agotamiento de los espasmos de dolor que sufrió. Filoctetes recupera la consciencia y se preparan para marchar hacia la costa, donde supuestamente se iban a embarcar en el navío de Neoptólemo, quien iba a llevarlo hacia Grecia, de regreso a su patria, pero lo que en realidad iba a pasar era que iba a ser tomado por la fuerza y llevado a Troya, junto con su arco. Neoptólemo todavía tenía el arco en sus manos, y el plan iba resultando a la perfección, pero en este momento clave el joven duda de lo que está por hacer. Habiendo presenciado la patética existencia de Filoctetes, su carácter noble y extremadamente agradecido con él por su ayuda y tolerancia, algo que ningún otro griego le ofreció antes, su confianza y benevolencia, todo esto se une con aquella voz de la consciencia que antes había sido callada, y ahora el joven no puede sino confesar a Filoctetes, con gran vergüenza y arrepentimiento, la verdad de lo que está sucediendo. Filoctetes le implora que reconsidere lo que va a hacer, citado a continuación:
Filoctetes. — ¡Oh tú, fuego, ser totalmente espantoso y abominable modelo de funesta perfidia! ¿Qué has hecho conmigo? ¡Cómo me engañaste! ¿No sientes vergüenza de mirarme, a mí que me he vuelto a ti, a tu suplicante, oh miserable? Me has quitado la vida arrebatándome el arco. Devuélvemelo, te lo suplico, devuélvemelo, te lo imploro, hijo. ¡Por los dioses paternos, no me prives de mi medio de vida! ¡Ay de mí, miserable! Ni siquiera me habla, sino que mira así a otra parte en actitud de no querer devolverlo.
¡Oh calas, oh promontorios, oh animales salvajes de las montañas con las que yo vivía! ¡Oh abruptas rocas! Ante vosotros —pues a ningún otro conozco con quien pueda hablar—, ante vosotros, que estáis acostumbrados a asistirme, me lamento a gritos de los hechos que el hijo de Aquiles me infirió. Después de jurarme que me conduciría a casa, me lleva a Troya. Y aunque había tendido, además, como prenda la mano derecha, se guarda el sagrado arco de Heracles, el hijo de Zeus, del que se había apoderado, y pretende exhibirlo entre los argivos. Y a mí mismo quiere llevarme por la fuerza, como si hubiera prendido a un hombre vigoroso, sin darse cuenta de que ha destruido un cadáver, una sombra de humo, una mera apariencia. ¡De estar yo fuerte no se hubiera apoderado de mí, ya que, ni siquiera estando así, me hubiera cogido si no es con engaño! He sido engañado, ¡desgraciado!, ¿qué debo hacer?
Conque devuélvemelo. Aún estás a tiempo de volver a convertirte en ti mismo. ¿Qué dices? ¿Callas? ¡Nada soy, desdichado! ¡Oh tú, entrada doble de la gruta, otra vez me vuelvo a ti desarmado, sin recursos. Me iré consumiendo en esta cueva, abandonado, sin poder matar con ese arco pájaros ni montaraces animales; al contrario, yo mismo, infortunado, tras mi muerte proporcionaré con mi persona un festín a aquellos de los que me solía alimentar, y entonces me cazarán a mí los que yo antes cazaba. Y de sangriento modo moriré, infortunado de mí, en represalia por la muerte de ellos, por obra de quien parecía no conocer el mal. ¡Ojalá mueras...! Pero aún no, no antes de saber si cambiarás de opinión otra vez. Y si es que no, ¡que tengas una mala muerte!
Corifeo. — (A Neoptólemo.) ¿Qué vamos a hacer? Depende de ti ya, señor, el que embarquemos o el que hagamos caso a las palabras de éste.
Neoptólemo. — Una profunda compasión por este hombre se ha apoderado de mí, y no ahora por primera vez, sino ya antes.
Filoctetes. — Ten compasión, hijo mío, por los dioses. No consientas a los hombres ningún motivo de reproche contra ti por haberme engañado.
Neoptólemo. — ¡Ah! ¿Qué haré? ¡Ojalá que nunca hubiera abandonado Esciros! Tanto estoy a disgusto con esta situación.
Filoctetes. — Tú no eres malvado. Parece que has llegado a estas vilezas por aprender de hombres perversos. Pero ahora, remitiéndolas a los otros como conviene, hazte a la mar cuando me hayas dado mis armas.
Neoptólemo . — ¿Qué hacemos, amigos?
Filoctetes, versos 927-74, traducción de Assela Alamillo
En este momento, debido al retraso de Neoptólemo, y sospechando lo que estaba ocurriendo, aparece en escena Odiseo, junto con dos marineros, y se desencadena un confrontamiento entre Filoctetes y Odiseo por tratar de convencer a Neoptólemo de tomar uno u otro camino. Neoptólemo finalmente opta por hacer lo que su naturaleza le dicta como lo correcto, y regresa a devolverle el arco a Filoctetes. Odiseo lo amenaza en reiteradas ocasiones, pero Neoptólemo no se doblega, y Odiseo marcha a informar al ejército en Troya y regresar con más tropas para capturarlos a ambos por la fuerza.

Solos ahora Neoptólemo y Filoctetes, Neoptólemo hace un último intento por convencer al arquero de acompañarlo voluntariamente a Troya, para cumplir con el oráculo y beneficiar a los griegos, ganando además gran gloria personal Filoctetes, al llegar a jugar un papel crucial en la toma de dicha ciudad. A esto agrega Neoptólemo la promesa de que si regresara, puesto que entre los griegos hay dos hijos de Asclepio, el dios de la medicina, su herida sería curada de una vez por todas. Filoctetes lo piensa bastante, pero al final su odio por quienes lo abandonaron, y la pérdida de confianza en Neoptólemo, quien ya lo engañó una vez, pueden más y decide negarse a la oferta del joven, prefiriendo vivir con la herida y el sufrimiento que le inflige. Cediendo ante él, Neoptólemo acepta entonces llevarlo de regreso a su patria, ahora sin engaño alguno. Sin embargo, cuando se disponen a marchar, aparece el fantasma de Herácles, ahora convertido en deidad tras su muerte, quien le revela a Filoctetes que su regreso a Troya, su curación, y la toma de Troya gracias a su arco y su presencia son voluntad divina, y que mientras se comporte de manera piadosa, no hay nada que deba temer. Respaldado por esta manifestación divina, Filoctetes acepta regresar a Troya, y marcha con Neoptólemo, a lo cual concluye la tragedia.
Si bien el ejemplo de Esquilo nos presentó una situación judicial y la argumentación retórica propia de dicha situación, en este ejemplo de Sófocles podemos ver un ángulo diferente de la retórica. En esta obra vemos resaltada la importancia que juegan elementos accesorios a la palabra misma en el acto del convencimiento, como lo son el carácter y la moralidad de los interlocutores, las circunstancias de edad, experiencia, poder y salud, los intereses grupales vs la consciencia individual, la culpa, la compasión, el agradecimiento, el remordimiento y la vergüenza. Todas estas circunstancias materiales, sociales, personales, emotivas y éticas son elementos que cumplen un papel crucial en el acto retórico de la persuasión, y un buen rhétor no puede sino estar consciente de ellos y tomarlos en cuenta para su acometido.
Eurípides
De Eurípides vamos a mencionar su tragedia Medea, del 431 a.C., y una de sus más famosas y de mayor trascendencia literaria, aunque a la hora de ser presentada en la Antigua Grecia terminó en tercer y último lugar, con el hijo de Esquilo, Euforión, quedando de primero, y Sófocles de segundo. Esta es una obra de odio, engaño y crudelísima venganza, donde veremos ejemplos tanto fallidos como exitosos de convencimiento.
Medea es una mujer bárbara, de tierras lejanas y salvajes para los griegos, nieta de Helios, el dios Sol, y con abuela y madre divinas también, y dotada del don de la profecía y hechicería. Cuando un grupo de aventureros héroes griegos, llamados colectivamente los Argonautas, arriban a su tierra natal, Medea decide ayudarlos en su misión, enamorándose del líder de ellos, Jasón, traicionando a su familia y patria en el proceso. Medea parte con los Argonautas, y años después Jasón y Medea, ya con dos hijos pequeños, se asientan en la ciudad griega de Corinto.
La obra inicia con Medea teniendo un ataque de ira contra Jasón (en este momento ausente), pues se acaba de dar cuenta que planea casarse con Glauce, la hija del rey de Corinto, Creonte. Medea se toma esto como el mayor insulto posible, como una traición a su amor y devoción, habiendo abandonado su patria y traicionado a su familia por el fugaz amor de este griego malagradecido. Mientras Medea profiere todo tipo de lamentos, amenazas e increpaciones, es visitada por Creonte, quien, previendo la venganza de esta bárbara hechicera, y en efecto ya llegándole noticias de sus terribles palabras, le anuncia que ha venido a darle la orden de marchar inmediatamente de la ciudad, siendo exiliada ella y sus dos hijos. Medea reacciona de la siguiente manera:
Medea. — ¡Ay, ay! No es ahora la primera vez, sino que ya me ha ocurrido con frecuencia, Creonte, que me ha dañado mi fama y procurado grandes males. […] Como quiera que sea, tú tienes miedo de que yo te proporcione algún daño. No tiembles ante mí, Creonte, no estoy en condiciones de cometer un error contra los soberanos. Y además, ¿en qué me has ofendido tú? Diste a tu hija a quien te placía. A mi esposo es a quien odio, pero tú, así lo creo, has obrado con sensatez. Celebrad la boda, que os acompañe la felicidad, pero permitidme habitar esta tierra. Mantendré en silencio la injusticia recibida, pues he sido vencida por quienes son más poderosos.
Medea, versos 292-316, traducción de Alberto Medina González y Juan Antonio López Pérez
Creonte no es disuadido por Medea, sospechando que lo está tratando de engañar, maquinando grandes males contra él, su hija y Jasón, y por más que Medea trata de convencerlo de perdonarle el exilio, Creonte se rehúsa. Sin embargo, hacia el final de la interacción Medea sí logra convencerlo de algo:
Medea. — Déjame permanecer un solo día y pensar de qué modo me encaminaré al destierro y encontrar recursos para mis niños, ya que su padre no se digna ocuparse de sus hijos. ¡Compadécete de ellos! Tú también eres padre y es natural que tengas benevolencia. Por mí no siento preocupación ni por mi destierro, pero lloro por aquéllos y por su infortunio.
Creonte. — La naturaleza de mi voluntad no es la de un tirano y la piedad muchas veces me ha sido perjudicial. Ahora veo que me equivoco, mujer, y, sin embargo, obtendrás lo que deseas. Pero te prevengo que, si mañana la antorcha del dios [el sol] te ve a ti y a tus hijos dentro de los confines de esta tierra, morirás. Lo que te acabo de decir no es falso. Y ahora, si debes quedarte, quédate un día, pues no podrás llevar a cabo ninguna de las acciones que me aterran.
Medea, versos 340-57, traducción de Alberto Medina González y Juan Antonio López Pérez
Recién marchado Creonte, Medea confiesa que lo ha manipulado, y que en efecto trama la muerte de Jasón, Glauce y Creonte, poseída de un terrible odio. Medea valora varias opciones de cómo asesinarlos, decantándose por utilizar el método que más domina, el de los venenos. Sin embargo, Medea no había terminado de ingeniarse un plan de escape, determinando adónde huiría luego del acto, cuando entra Jasón en escena. Jasón empieza reprendiendo a Medea diciendo que, por culpa de ella misma, de su insensatez, arrogancia e imprudencia, es que ahora está siendo desterrada y separada de él. Aparentemente, desde que se asentaron en Corinto, Medea había lanzado injurias y amenazas constantes contra la familia real, y Jasón había tratado múltiples veces de calmar su cólera, pero este último despliegue fue la gota que derramó el vaso. Ante esto Medea responde con un largo y apasionado discurso, acusando a Jasón de cobarde y desvergonzado, y le echa en cara varias cosas: i) Medea proveyó su ayuda a Jasón y los suyos en muchas ocasiones, salvando sus vidas y asegurando el éxito de su misión; ii) Jasón ha violentado sus juramentos sagrados, tomados a la hora de casarse con Medea y tener hijos con ella, un acto impío y arrogante; iii) Medea y sus hijos ahora no tienen adónde ir, puesto que por el amor de Jasón se enemistó con su propia familia y patria, y como bárbara que es le resulta odiosa al resto de griegos. Jasón responde a esto de la siguiente manera: i) no fue la voluntad de Medea ayudarlo a él y al resto de Argonautas, sino que fue obligada por Afrodita, quien la hizo enamorarse de Jasón, por lo que el mérito es de la diosa, no de Medea; y ii) aunque reconozca la ayuda de Medea, ella ha obtenido más de Jasón que viceversa, puesto que Jasón la trajo al mundo civilizado griego, donde disfruta de las leyes y justicia, y donde además posee buena fama por sabia. A esto agrega Jasón:
Basta ya con lo que te he dicho acerca de mis desvelos; es evidente que tú iniciaste esta disputa de palabras. En cuanto a los reproches que me diriges por mi boda con la hija del rey, te demostraré, en primer lugar, que he sido sabio, luego, sensato y, finalmente, un gran amigo para ti y para mis hijos. (Ante el gesto indignado de Medea.) Tranquilízate. Cuando yo llegué aquí desde la tierra de Yolco, arrastrando tras de mí innumerables situaciones sin salida, ¿qué hallazgo más feliz habría podido encontrar que casarme con la hija del rey, siendo como era un desterrado? No he aceptado la boda por los motivos que te atormentan ni por odio a tu lecho, herido por el deseo de un nuevo matrimonio, ni por ánimo de entablar competición en la procreación de hijos. Me basta con los que tengo y no tengo nada que reprocharte, sino que, y esto es lo principal, lo hice con la intención de llevar una vida feliz y sin carecer de nada, sabiendo que al pobre todos le huyen, incluso sus amigos, y, además, para poder dar a mis hijos una educación digna de mi casa y, al procurar hermanos a los hijos nacidos de ti, colocarlos en situación de igualdad y conseguir mi felicidad con la unión de mi linaje, pues, ¿qué necesidad tienes tú de hijos? Yo tengo interés en que los hijos que han de venir sirvan de ayuda a los que viven. ¿He errado en mi proyecto? No lo podrías decir, si no te atormentaran los celos de tu lecho. Pero las mujeres llegáis al extremo de que, mientras va bien vuestro matrimonio, creéis que lo tenéis todo, pero, en el caso de que una desgracia lo alcance, lo más provechoso y lo más bello lo consideráis como lo más hostil. Los hombres deberían engendrar hijos de alguna otra manera y no tendría que existir la raza femenina: así no habría mal alguno para los hombres.
Medea, versos 545-75, traducción de Alberto Medina González y Juan Antonio López Pérez
Sobra decir que esto sólo enoja todavía más a Medea, y se desata una discusión todavía más acalorada:
Medea. — Ultrájame, ya que tú tienes un refugio, mientras que yo, abandonada, seré desterrada de esta tierra.
Jasón. — Tú misma lo has elegido, no acuses a nadie más.
Medea. — ¿Qué delito he cometido? ¿Acaso me he casado y te he traicionado?
Jasón. — Has lanzado contra la familia real maldiciones impías.
Medea. — También voy a ser una maldición para tu casa.
Jasón. — No pienso discutir más contigo sobre este asunto, pero, si quieres recibir alguna ayuda de mis riquezas para los niños y tu propio destierro, dilo, pues estoy dispuesto a darte con mano pródiga y a enviar contraseñas a mis huéspedes, que te acogerán bien. Si no aceptas estas ofertas, estás loca, mujer. Si cesas en tu cólera, obtendrás un mayor beneficio.
Medea. — No me valdré de tus huéspedes ni quiero aceptar nada. Quédate con tus regalos, pues los dones de un malvado no causan provecho.
Jasón. — Sin embargo, pongo a los dioses por testigos de que deseo ayudarte en todo a ti y a tus hijos. Mas a ti no te agradan los bienes, sino que, en tu arrogancia, rechazas a tus amigos; no conseguirás sino sufrir más.
Medea. — Vete. Es natural que se apodere de ti el deseo de la nueva esposa, estando tanto tiempo su casa fuera del alcance de tu vista. Continúa tu luna de miel; quizá, así me lo predice la divinidad, tu boda ha de ser tal que algún día renegarás de ella.
Medea, versos 603-27, traducción de Alberto Medina González y Juan Antonio López Pérez
Tras esto hay un cambio de escena, y Medea se encuentra con Egeo, el rey de Atenas, quien está pasando por Corinto de regreso de Delfos, adonde fue a consultar el oráculo de Apolo con respecto a su aparente infertilidad. Medea le ofrece un trato: si le permite a ella y a sus hijos encontrar refugio en Atenas, ella le otorgará una poción mágica que resolverá su problema de infertilidad. Egeo acepta deseoso, además indignado por las deshonrosas acciones de Jasón, y Medea lo obliga a tomar juramento de ello ante los dioses, lo cual extraña a Egeo, pero consiente. Con este acuerdo Medea obtiene ya un refugio tras sus obscuros planes de venganza, solamente atizados más por las inoportunas e imprudentes palabras de Jasón. Habiendo marchado Egeo, Medea profiere su discurso de victoria, repleto del odio y dolor de una mujer despechada:
Medea. — ¡Oh Zeus! ¡O Justicia, hija de Zeus y luz del Sol! ¡Bella es la victoria, amigas, que obtendremos sobre nuestros enemigos! Ya estamos en camino de conseguirla. Ahora tengo la esperanza de que mis enemigos pagarán su castigo, pues ese hombre, en el momento en que más fatigados estábamos, se ha presentado como puerto de mis proyectos; de él amarraremos los cables de popa, una vez llegados a la ciudad y a la acrópolis de Palas [Atenas]. Voy a exponerte todos mis planes. Escucha mis palabras, que no te van a procurar placer. Enviando a uno de mis criados, suplicaré a Jasón que venga ante mi vista. Cuando haya venido, le diré dulces palabras: que estoy de acuerdo con él, que apruebo la boda regia que ha realizado, a pesar de traicionarnos, que su decisión es beneficiosa y bien pensada. Pero también le suplicaré que se queden aquí mis hijos, no para abandonarlos en tierra hostil y que sirvan de ultraje a mis enemigos, sino para poder matar con engaños a la hija del rey. Pues pienso enviarlos con regalos en sus manos: un fino peplo y una corona de oro laminado. Y si ella toma estos adornos y los pone sobre su cuerpo, morirá de mala manera, y todo el que toque a la muchacha: con tales venenos voy a ungir los regalos. Ahora, sin embargo, cambio mis palabras y rompo en sollozos ante la acción que he de llevar a cabo a continuación, pues pienso matar a mis hijos; nadie me los podrá arrebatar y, después de haber hundido toda la casa de Jasón, me iré de esta tierra, huyendo del crimen de mis amadísimos hijos y soportando la carga de una acción tan impía. No puedo soportar, amigas, ser el hazmerreír de mis enemigos.
¡Adelante! ¿Qué ganancia tengo con vivir? No poseo ni patria, ni casa, ni refugio de mis males. Me equivoqué el día en que abandoné la morada paterna, fiándome de las palabras de un griego que, con la ayuda de los dioses, nos pagará justa compensación, pues nunca más verá vivos a los hijos nacidos de mí, ni engendrará un hijo de su esposa recién uncida, pues es necesario que ella muera con muerte terrible por mis venenos. Que nadie me considere poca cosa, débil e inactiva, sino de carácter muy distinto, dura para mis enemigos y, para mis amigos, benévola; la vida de los temperamentos semejantes es la más gloriosa.
Medea, versos 764-810, traducción de Alberto Medina González y Juan Antonio López Pérez
Medea, en el resto de la obra, ejecuta su plan tal y como nos relata que lo ha planeado, efectivamente asesinando a la princesa y al rey, quien es envenenado al tratar de socorrer a su hija, en espasmos de dolor, entrando en contacto con las ponzoñosas prendas que su hija había aceptado de los hijos de Medea. Al regreso de sus niños, Medea los asesina con un cuchillo, convenciéndose a sí misma tras dudarlo un momento, por el dolor que se ocasionará a sí misma, pero pudiendo más el odio contra Jasón, deseando arrebatarle tanto la familia que pensaba iniciar como la que ya poseía y que había despreciado. Cuando Jasón arriba para confrontar a Medea por la muerte del rey y la princesa, descubre los cadáveres de sus hijos, y luego aparece Medea en los cielos, en un carro volador que le otorgó su divino abuelo Helios, desde el cual se regocija ante el estupor y desgarrador sufrimiento de Jasón, huyendo de Corinto hacia Atenas, y concluyendo así la tragedia.

En este tercer ejemplo, vimos el papel central que puede jugar el estado emocional de las personas en el acto retórico, cuando se busca convencerlas, disuadirlas o influenciarlas. Tras varios intentos, Medea logra encontrar el punto débil del rey, apelando a la desgracia de sus inocentes hijos y presentándose como una madre amorosa y desinteresada para convencerlo de darle un día más en la ciudad, el cual usará para su venganza. Jasón falla terriblemente al intentar tranquilizar a Medea y disuadirla de su ira, no logrando más que empeorar la situación al atizar sus emociones negativas, eligiendo discutir y oponerse a ella, en lugar de empatizar, reconocer la validez de sus sentimientos, y tratar de encontrar una solución a partir de allí. También podemos ver el gran poder y elocuencia que estos fuertes sentimientos de Medea le proveen a la hora de proferir su discurso triunfal. Como ya se adelantó con el ejemplo de Sófocles, queda claro que al buen rhétor no le basta poseer facilidad para las palabras, sino que debe saber leer a su público o persona objetivo y su estado emocional, y adaptar sus palabras a este estado. Es necesario comprender precisamente la situación en la que se encuentra, y adaptar la estrategia de manera correspondiente, encontrando el momento indicado para cada elemento del discurso y así obtener el efecto deseado, de acuerdo con la finalidad ulterior.
En el transcurso del artículo hemos abordado el tema de la retórica dentro de la dinámica de los personajes y sus situaciones en cada tragedia. Sin embargo, no debemos olvidar que a final de cuentas hay un tragediógrafo detrás de esa obra, quien a su vez, de cierta manera, está operando como un rhétor ante nosotros. Es parte de la labor poética de estos tragediógrafos utilizar el lenguaje de una manera en la que nos persuadan de percibir lo que nos narran como algo real que sucede ante nuestros ojos, lo cual es un mérito considerable y nada fácil de obtener. Más allá de la interacción de los personajes y el uso de la retórica entre ellos, si al final nos vamos luego de leer estas obras pensando y reflexionando sobre sus caracteres, sus palabras, sus reacciones y propósitos, su moralidad y comportamiento, en lugar de decepcionados pensando que la obra es inverosímil, poco interesante o que no nos podemos relacionar con ella, eso implica que el poeta ha triunfado como rhétor, pues nos ha vendido una ficción como una realidad, la cual ahora vive en nuestra mente y de la cual podemos extraer grandes lecciones gracias a la introspección, el análisis y la comparación con nuestra realidad interna y circundante.
En la siguiente publicación bajo esta línea temática abordaremos la relación entre retórica y comedia, el otro gran género literario de la época.
Gracias profesor! Haré lo posible por leer algo introductorio antes de entrarle a Nietzsche y de fijo le haré un par de consultas al respecto. Gracias de nuevo!
Gracias profesor! Precisamente hace unos días hallé en una compra y venta "El origen de la tragedia". Esta entrada me va a servir de preámbulo para ese libro.