4. La Falla de Coraje II/III
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
En esta ocasión continuaremos explorando la cuarta etapa de la religión griega, en su segunda parte de tres, según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957). Luego de la introducción en el artículo precedente, así como el abordaje de un primer culto, el de Fortuna, hoy ahondaremos en manifestaciones adicionales del impulso religioso característico de esta época helenística, cubriendo cuatro temas: la astrología, el mitraísmo, el culto al monarca y el evemerismo.
El culto a Fortuna fácilmente mutó en un culto a Sors, palabra también latina, que se puede traducir como “Destino”. Esto nos muestra muy fácilmente la poca distancia que hay entre afirmaciones como “sucedió por azar” y “sucedió porque estaba destinado”. Si al final hay una deidad antropomórfica detrás de ese antojadizo “azar”, determinando el resultado de los eventos, ¿cuánta verdadera diferencia hay entre eso y el concepto de “Destino”? En ambos casos sentimos esa dulce amargura del veneno subyacente a ambas frases, su negación o rechazo del valor del esfuerzo humano, pues éste últimamente depende de la voluntad divina, que en poco o nada considera los anhelos de aquél. Sin embargo, una notable diferencia entre ambas posturas se puede apreciar al observar el tipo de seguidores de cada uno: los creyentes en Sors tenían un corte más filosófico y científico, puesto que en efecto, creer que nada sucede sin una causa no es más que el inicio del pensamiento científico. Antecesores de Sors son el concepto filosófico de Ἀνάγκη, Necesidad, es decir, aquello que determina por qué algunas cosas son y otras no, y la idea estoica de Ἑιμαρμένη, lo decretado, destinado u ordenado, aquel delgado hilo que atraviesa todo el universo viviente, causa eterna de todo lo que ocurre, también llamado el Λόγος τοῦ Κόσμου, la Razón del Mundo, o Νοῦς Διός, la Mente de Zeus, la Pronoia o Providentia de Dios.

Esta naciente consciencia se juntó con otra tendencia para dar origen a una nueva manifestación religiosa. Cuando algunos trataron de rescatar ciertas figuras religiosas olímpicas, en lugar de simplemente rechazar la antigua religión como un todo, surgió esta segunda tendencia recién referida. Aristóteles es un buen expositor de ella: el filósofo nos explica que la concepción humana de lo divino se origina en dos asuntos, los fenómenos celestes y los fenómenos del alma humana. El impresionante espectáculo de los vastos y ordenados movimientos de los cuerpos celestes suscitan el pensamiento, la sospecha o certidumbre de que inevitablemente debe haber algún tipo de mente consciente detrás de semejante fuerza y armonía, causándola y sosteniéndola. Es fácil pasar de esta posición a una que considera el sol, la luna y las estrellas como directamente divinas, y esta es una posición que tomaron tanto Platón como Aristóteles, siguiendo a Pitágoras y seguidos por los estoicos, entendiendo dichas entidades como “animadas, divinas y eternas”, dioses autónomos de segunda importancia.
Si los cuerpos celestes son sagrados, difícilmente nos podemos detener ahí: la Tierra, nuestro planeta, también ha de ser sagrado; es algo sostenido por la vieja tradición, y el mismo Platón lo repitió varias veces. Y si la tierra es divina, también lo han de ser los otros Elementos, los Στοιχεῖα: Agua, Aire y, sobre todo, Fuego, puesto que los dioses mismos están hechos de Fuego, y las Estrellas visiblemente también. Aunque este fuego celestial debe de ser diferente de nuestro fuego terrenal, puesto que parece no quemar ni consumirse, sino un πέμπτον σῶμα, un quinto cuerpo. Es así que llegamos no de vuelta a los Olímpicos, sino detrás de ellos, a los burdos elementos. En efecto, prácticamente todos los escritores del período helenístico están de acuerdo en considerar el Sol, la Luna y las Estrellas como dioses. Este pensamiento, sin embargo, tenía poca intensidad religiosa, intensidad que más bien fue suministrada por tres influencias concretas: Platón, considerado casi universalmente como un filósofo iluminado, idealizó el Sol y los Siete Planetas en sus escritos desde época clásica; el contacto con cultos persas antiguos que veneraban a Sol, tras el expansionismo grecomacedónico hacia el Este, culto que luego se confundió con el mitraísmo, del que hablaremos pronto; y finalmente la idea casi unánime entre las diferentes escuelas filosóficas de que los planetas no son más que objetos guiados y animados por el espíritu de dioses concretos, así, por ejemplo, el planeta Mercurio como “la estrella de Hermes”, etc. Los epicúreos fueron los únicos que pensaban de manera diferente, considerando a los astros como no más que un conglomerado de átomos de aire o fuego, sin ningún papel o significado trascendental.
Es así que esta tendencia a la sacralización de los fenómenos celestes se unió con la previamente mencionada consciencia de Sors, Destino, para dar origen a la astrología como manifestación religiosa de la época. Los Planetas, en sus siete esferas que rodean la Tierra, se volvieron objetos de adoración, y cada uno tenía asignado su dios o espíritu guía. Sus movimientos ordenados a través del espacio producían una vasta y eterna armonía, la Música de las Esferas, inimaginablemente por encima de cualquier tipo de música terrenal. En su trayecto predecible, regular y racional subyacía, críptico y sagrado, el destino de los mortales, sujetos a la autoridad divina que anima y controla todo en el universo. Los Planetas también se convirtieron en Elementos en el Universo, y ¡sorpresa!: la palabra griega στοιχεῖα, “elementos”, también utilizada para referirse al alfabeto griego, y en particular a sus siete vocales, α, ε, η, ι, ο, υ, ω, coincide en esta última instancia con la cantidad de planetas (Σελήνη o Άρτεμις o Κυνθία/Luna, Ἣλιος o Ἀπόλλων/Sol, Ἡρμῆς o Στίλβων/Mercurio, Φωσφόρος, ο Ἠωσφόρος, y Ἓσπερος/Venus, Ἂρης o Πυρόεις/Marte, Ζεῦς/Júpiter y Κρόνος/Saturno), y así las vocales se tornan en místicos signos de los Planetas, y de ello surgen todo tipo de extrañas invocaciones y fórmulas mágicas.
Un breve paréntesis con respecto al mitraísmo. Este término es comúnmente utilizado para referirse al culto de Mitra practicado por los romanos entre los siglos I y IV d.C., época evidentemente posterior a la que nos concierne en este momento. Sin embargo, Mitra es una deidad persa que precede inclusive al zoroastrismo, la religión organizada y estatal de este pueblo antes, durante y después de la época helenística. Mitra era el dios de los pactos, la luz, los juramentos, la justicia y el sol, en efecto a veces llamado Ἥλιος ἀνίκητος Μίθρας, Mitras el Sol Invencible. Como ya se dijo, este culto persa, con su intensidad religiosa, potenció el sentimiento cultual del griego hacia el sol, pero también hacia los planetas, ya que en una antigua liturgia mitraica se confronta reiteradamente al devoto con las siete vocales, los Siete Inmortales Señores del Universo, asociadas, como ya se vio, con los siete planetas.

Inclusive la manera de registrar y medir el tiempo cambió bajo la influencia de este nuevo culto astrológico: en reemplazo de la vieja división del mes en tres períodos de nueve días, ahora gradualmente se va estableciendo la semana de siete días, con cada día siendo regido por uno de los Planetas, acercándose así a la vieja semana en Babilonia, el hogar original de la astronomía y astrología. En efecto, podemos retraer el origen formal y puntual de este nuevo culto en el mundo grecomacedónico a la época de Alejandro el Grande, cuando Beroso el Caldeo fundó una escuela en Cos, trayendo consigo tratados babilónicos y caldeos que se retraían hasta el tercer milenio a.C. Esta religión cayó como diluvio en el desierto sobre la mente de muchos hombres de la época, dubitativa y superficialmente ilustrados, quienes silenciosamente extrañaban los viejos terrores y pasiones de cultos pasados, de los cuales habían sido “rescatados”. Monarcas, filósofos, devotos de otras religiones y hombres comunes, todos fueron fértil receptáculo para la astrología como fe y práctica religiosa.
Si bien en la época helenística existió esta tendencia hacia la sacralización de lo celeste, también lo hubo hacia lo terrenal. El mismo autor nos ha dicho antes que opina que uno de los mayores logros del espíritu helénico, especialmente de la Atenas del siglo V a.C., es la insistencia en la diferencia entre el Hombre y Dios: σωφροσύνη, la moderación, prudencia y discreción, en la religión fue el mensaje de la época clásica. Sin embargo, esto es una anomalía religiosa, puesto que tanto antes como después se creyó poco en tal postura. Ya vimos anteriormente cómo, muy probablemente, es de la figura del chamán, un hombre sagrado, de quien surge por primera vez la noción de “dios”, y en épocas preclásicas era común que los reyes y reinas fueran tratados como seres divinos. Fue la época clásica el breve período donde la humanidad parece haberse elevado a un cierto nivel de autocrítica y moderación como para rechazar estos sueños de autodegradación o megalomanía; pero ya en época helenística dicho esfuerzo es abandonado, y se vuelve a divinizar a reyes y gobernantes.
Ya los filósofos clásicos habían reconocido un elemento de divinidad en el alma humana, y tendieron a tratar a los fundadores de sus diversas escuelas como “héroes”, una palabra que tiene connotaciones religiosas en Grecia, puesto que los héroes mitológicos poseían su respectiva veneración cultual. Sin embargo, para el hombre común un filósofo era una extraña manifestación de un héroe, puesto que estaban condicionados a manifestaciones más brutales y obvias. Es así como fue muy difícil para las masas de gente no ver en Alejandro el Grande la encarnación de un dios-hombre: su tremendo poder, su brillante personalidad, sus logros que opacaban a las fábulas de los poetas, todo esto y más naturalmente llevó a la mente de todos estos diversos pueblos hacia una postura de adoración religiosa. Además de esto, muchos de los reyes asiáticos que Alejandro venció y conquistó ya eran considerados como dioses por sus respectivos pueblos: ¿y quién puede vencer a un dios si no otro dios todavía más poderoso? Alejandro mismo no rechazó estos honores, aunque podemos conjeturar que hizo esto más por una actitud de respeto hacia las tradiciones locales que por una arrogancia sacrílega de su parte. Con los sucesores de Alejandro, Seleuco, Ptolomeo, Antígono y Demetrio, este culto se vio reforzado, no sólo hacia Alejandro sino también hacia estos nuevos monarcas y sus futuras dinastías.

Ptolomeo Filadelfo parece ser el primero en haber demandado honores divinos todavía en vida, también proclamando a su esposa como una deidad tras su fallecimiento en el 271 a.C. Naturalmente podemos ver en todo esto adulación, engaño, interés personal y megalomanía, pero esto no es todo lo que opera detrás de este fenómeno. Una característica de esta época helenística es la acumulación de grandísimas cantidades de riqueza y fuerza militar en las manos de pocos grandes individuos. Los Ptolomeos o Seléucidas tenían a su disposición, en cualquier momento, mucho más poder que cualquier político o general de época clásica. Para los aldeanos de cualquier localidad, pero particularmente los griegos, ahora habían hombres caminando sobre la tierra que podían hacer cosas que anteriormente estaban totalmente fuera del poder de los mortales: ante la destrucción de ciudades enteras por un terremoto, ahora había aquí un hombre que con meramente asentir con su cabeza podía reconstruirlas; ante una terrible hambruna, uno de estos monarcas podía socorrer a pueblos enteros; el mismo rey que podía devastar regiones enteras en sus campañas militares podía salvarlas o restaurarlas. “¿A qué llamas dioses,” podría haber dicho un hombre sencillo de la época, “si no a hombres como estos? La única diferencia es que estos dioses son visibles, mientras que a los dioses antiguos ningún hombre los ha visto jamás”.
En efecto, muchos de los epítetos divinos adoptados por los monarcas helenísticos son “el Salvador”, “el Benefactor”, “el Dios Manifiesto”: la característica más común entre todos estos títulos honoríficos es la filantropía, la propiedad más divina y más alabada entre estos hombres-dioses era su capacidad de salvar y beneficiar a la humanidad, no la de arruinar y destruir a aquellos por debajo suyo. Esto calza con, o es facilitado por, el hecho de que muchos de los sucesores de Alejandro se consideraban adeptos de la escuela estoica, y en el estoicismo se reconocía la potencial divinidad del hombre, encarnada por la virtud, y el tipo más sagrado de virtud es la de ayudar al prójimo.
Una vez que podemos aceptar que un hombre sea un dios en vida, como fue el caso de los monarcas helenísticos, es inevitable no caer en ciertas reflexiones peculiares e interesantes. Con el mismo Alejandro, deificado en vida, fue imposible no ver paralelos con otros dioses: así como Dioniso, hijo de Zeus y la mortal Sémele, viajó a la India y regresó en una procesión proclamando su divinidad, de igual manera había sucedido ahora con Alejandro (aunque había sido deificado antes de llegar a la India, en Egipto). De repente parece haber caído un rayo de luz sobre toda la masa de la mitología tradicional, la cual siempre había sido un enigma intrigante para hombres intelectuales: era imposible aceptarla y creer en ella de manera literal, pero también era imposible considerar esta antigua tradición religiosa como nada más que un conjunto de falsedades. Pero esta generación de hombres que ahora presenciaba la deificación en vida de los grandes reyes de su época de repente entendió todo: los dioses tradicionales, olímpicos o saturnianos, eran simplemente antiguos monarcas y benefactores de la humanidad quienes, debido a la gratitud de sus súbditos o beneficiarios, habían sido elevados al cielo en calidad de dioses. Un mitógrafo de la época, Evémero, escribió un texto donde proponía esta explicación histórica y naturalista de los mitos, de donde hoy en día llamamos “evemerismo” a la teoría que postula que el origen de las figuras mitológicas, en particular los dioses y héroes, yace en figuras históricas divinizadas.
En el siguiente artículo sobre religión griega concluiremos hablando sobre el hermetismo, gnosticismo y alegorismo, cerrando así la cuarta de las cinco etapas en cuestión.