4. La Falla de Coraje I/III
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
El día de hoy inauguramos la cobertura de la cuarta etapa de la religión griega, en tres partes, según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957), en la cual se abordarán los cambios en el pensamiento y prácticas religiosas helénicas durante el período helenístico, es decir, entre los siglos IV y I a.C. En esta primera parte hablaremos sobre los eventos históricos transicionales de esta época helenística, así como sobre las debilidades de las corrientes religiosas previas, las cuales llevan a nuevas manifestaciones religiosas, de las cuales el culto a Fortuna es un primer ejemplo.
Previamente habíamos visto cómo el siglo V griego cerró con una terrible derrota de los atenienses a manos de los espartanos. Pues bien, posterior a dicha derrota, se vivió en Grecia un período de hegemonía lacedemonia por unas tres décadas aproximadamente, hasta que las tropas espartanas y aliadas fueron derrotadas de manera sorpresiva y desastrosa en la Batalla de Leuctra por los tebanos, comandados por el ingenioso general Epaminondas. Tras un período de hegemonía tebana, el poder de éstos empieza a decaer, y lentamente comienza a surgir un nuevo poder regional, que llegaría a ser un gigante insospechado: Macedonia. Esta era una región salvaje poblada por pastores y en general un pueblo primitivo, al norte de Grecia. Los mismos tebanos, sin saberlo ni quererlo, iniciarían una secuencia de eventos que los llevaría a ser opacados por esta nueva potencia, que llegaría a dominar todo el mundo conocido de la época unas décadas después.

Filipo II de Macedonia, hijo menor del rey macedonio Amintas III, fue enviado como rehén político en su juventud a Iliria, territorio hostil al Noroeste de Macedonia, tras una derrota de los macedonios a manos ilirias. Posteriormente, tras otra derrota de los macedonios, esta vez ante los griegos tebanos, Filipo fue de nuevo tomado como rehén político por los victoriosos, y de esta manera vivió en Tebas, la potencia militar de la época, del 368 al 365 a.C. aproximadamente. Una vez allí, Filipo logró posicionarse estratégicamente y terminó recibiendo una educación militar y diplomática de parte de Epaminondas mismo, así como también estrechó lazos con Pelópidas y Pammenes, todos los tres principales genios militares de la época. De regreso a su patria, Filipo inició una radical e increíblemente exitosa campaña de reforma militar en Macedonia y actividad diplomática externa, tras haberse asegurado la corona, y sistemáticamente comenzó a asegurar todas sus fronteras, derrotando a los ilirios al Oeste, aliándose con los epirotas en el Sur, y humillando a los atenienses en el Este, en la Calcídica. Lenta pero muy estratégicamente, comenzó a inmiscuirse en asuntos políticos y disputas militares internas en Grecia, posicionándose lentamente como la única gran potencia regional. Sus esfuerzos culminarían en la Batalla de Queronea, en el 338 a.C., cuando el ejército macedonio de Filipo venció a un ejército griego comandado por atenienses y tebanos. Tras dicha derrota, Filipo creó la Liga de Corinto un año después, donde alió, por las buenas o por las malas, a la totalidad de Grecia, exceptuando a los testarudos pero ya debilitados espartanos, en una nueva confederación de ciudades griegas, a su vez aliadas a Macedonia, y unidas bajo el liderazgo de Filipo como general supremo. Todo esto lo hizo Filipo como preparación para su verdadera ambición: la invasión y conquista del gigantesco Imperio Persa al Este.

Sin embargo, Filipo no llegaría a ver dicha campaña desenvolverse, pues un año después sería asesinado por uno de sus guardaespaldas, aparentemente como consecuencia de intrigas palaciegas. Con la muerte de Filipo todos sus vecinos bárbaros y Grecia dieron un gran suspiro de alivio: el mayor genio militar y diplomático de la época había muerto, y ahora podían volver a sus intrigas locales y guerras interminables. Con lo que todos ellos no contaron es con que Filipo fue igualmente exitoso en la crianza de un heredero, y a su muerte el joven Alejandro III de Macedonia, a sus 20 años, en el 336 a.C., inmediatamente tomó el poder y las riendas del reino. En un torbellino de armas, rápidamente aseguraría de nuevo las fronteras macedonias, y marcharía a someter de nuevo a Grecia, consolidando con mano de hierro el poder obtenido por su padre. Alejandro daría continuidad casi inmediata a la campaña asiática de su padre e invadiría el Imperio Persa en el 334, derrotando a los masivos ejércitos del rey de reyes Darío III en tres grandes batallas: la Batalla del Gránico (334), la Batalla de Issos (333) y la Batalla de Gaugamela (331). Alejandro llegaría a conquistar Asia Menor, Egipto, Medio Oriente, y luego se enfrascaría en una larga campaña de conquista en los extremos orientales del mundo conocido, en territorios que hoy en día pertenecen a naciones como Tayikistán, Uzbekistán, Afganistán y, finalmente, la India. Eventualmente Alejandro regresaría a Babilonia, la capital de su nuevo imperio global, donde lo acometería una repentina y sospechosa fiebre, muriendo a los 32 años en el 323 a.C. Pasaría a la historia como Alejandro El Grande.

A la muerte de Alejandro, su reino se fragmentaría, con cada uno de sus principales generales tomando la porción más grande posible: Ptolomeo se aseguraría Egipto, Casandro se quedaría con Macedonia y Grecia, Lisímaco con Tracia y parte de Asia Menor, y Seleuco conservaría la otra mitad de Asia Menor, Medio Oriente y la totalidad de los territorios asiáticos. Durante los tres siglos restantes del milenio, período llamado “helenístico”, estos reinos greco-macedonios guerrearían entre sí, fragmentándose y debilitándose paulatinamente, y lentamente serían engullidos por la nueva potencial regional, unos bárbaros italianos buenos para la guerra: los romanos.

Esta sucesión de extraordinarios eventos tendría consecuencias profundísimas en la sociedad, cultura y religión de todas las regiones y pueblos involucrados. En cuestión de unas décadas la práctica totalidad de las instituciones ancestrales de innumerables pueblos había sido desplazada, falseada, reemplazada o desprestigiada, de una manera u otra, por un tipo de hombre que la tierra jamás había visto antes, un joven divino que descendió sobre la tierra como un fenómeno sobrenatural. En esta cuarta etapa veremos cómo las flaquezas de las tendencias religiosas griegas previas, junto con estos eventos fantásticos a manos de Alejandro, llevaron a una serie de nuevas respuestas a las preguntas religiosas más fundamentales.
El que torne su mirada de los grandes autores de la Grecia Clásica a los de la época cristiana notará un cambio radical en el tono, en la relación entre el escritor y el mundo que lo rodea. Esta nueva cualidad, que no es únicamente cristiana, sino también compartida por algunos otros cultos, es algo difícil de describir: es un surgimiento del ascetismo, del misticismo y, de alguna manera, del pesimismo; una pérdida de confianza en sí mismo, de expectativas en esta vida y de fe en los esfuerzos humanos mundanos, una pérdida de esperanza en la indagación paciente, y más bien un clamor por la revelación infalible; una indiferencia por el bienestar del Estado, una conversión del antiguo concepto del alma griega a la nueva idea del dios único cristiano. Es una atmósfera donde el objetivo del buen hombre ya no es vivir de manera justa, ayudar a la sociedad a la que pertenece y disfrutar de la estima de sus iguales, sino que, armado con una flameante fe, un desprecio por el mundo y sus estándares, y acompañado del éxtasis religioso, sufrimiento y martirio, ser perdonado por su innombrable indignidad y sus innumerables pecados. Hay una intensificación de algunas emociones espirituales, un aumento de susceptibilidad, una falla de coraje.
A pesar de lo anterior, a Murray no le interesa adentrarse en las peculiaridades del nuevo movimiento cristiano a inicios del siguiente milenio, por ser ajeno a la temática griega que es su enfoque. Lo que le interesa analizar en esta cuarta etapa es el valle que se encuentra entre las dos grandes cordilleras de la Antigüedad: de un lado, los gigantes de Platón, Aristóteles, el Pórtico y el Jardín; por otra, el cristianismo, culminando en San Pablo y sus sucesores; la primera es la obra de Grecia, y la segunda de la cultura helenística sobre una base hebrea; en fin, le interesa comprender cómo es que se llega de una a otra.
Esta nueva época helenística es una de grandes ambiciones y grandes eventos: las grandes escuelas filosóficas estaban ocupadas helenizando al resto del mundo conquistado por Alejandro, y es un período de gran ilustración, de vigorosa propaganda, y de una gran importancia de los eventos históricos. Como vimos en la etapa anterior, la religión olímpica tradicional de Grecia había sufrido un gran fracaso, debido a su flaqueza moral. Nos dice Murray que, si al menos el modo de vida griego hubiera continuado imperturbable, este fracaso no habría importado mucho, puesto que el griego habría tenido un substituto adecuado para sus necesidades religiosas en la vida social, cultural y cívica de la polis. Sin embargo, este modo de vida fue una de las tantas cosas desplazadas por el auge macedonio: la vida en la ciudad-estado, con todo su entramado de leyes, instituciones, tradiciones e ideales, perdió importancia al ahora estar sometida a la merced y el humor de déspotas militares, los nuevos reyes regionales helenísticos, quienes podían terminar siendo benévolos héroes, pero también vulgares borrachos o corruptos aventureros.
El autor nos señala la opinión de un especialista de apellido Zeller, quien mantiene que la gran debilidad de todo el pensamiento griego antiguo yace en que, en lugar de apelar a un experimento objetivo como prueba final de algo, apelaba a un tipo de sentido subjetivo de adecuación o aptitud. Por ejemplo, Platón consideraba que las personas podían resolver sus preguntas apelando a su consciencia interna. Como consecuencia de esta tendencia, se le llegó a dar mucha importancia al convenio o acuerdo entre personas sobre ciertos asuntos. Esto, por supuesto, es peligroso, ya que todos sabemos que muchas personas pueden saber poquísimo sobre un tema y aún así estar de acuerdo al respecto, estando terriblemente equivocadas sin saberlo. Así, nos dice Murray, resultó que tanto Zenón como Epicuro, fundadores del estoicismo y epicureísmo, tras haber construido sus sistemas filosófico-religiosos de manera completa y bastante maciza, en el último momento terminan por aceptar, abriendo una pequeña puerta por detrás, la existencia de los dioses tradicionales, a pesar de ser innecesarios en sus respectivos sistemas de pensamiento. Aunque ambos descartan los mitos y matizan bastante la naturaleza de estos dioses, al final el consenso general de la humanidad sobre la existencia de los dioses los hizo reconocer la existencia de los mismos. Sin embargo, esto establece un peligroso precedente, puesto que ahora a futuro debían responder a la creencia popular en espíritus, brujería, adivinación y otros elementos supersticiosos todavía más peligrosos.
Analicemos ahora lo que sucede cuando negamos la existencia de los dioses olímpicos. El postulado básico de dicha religión es que el mundo está gobernado por un grupo definido de dioses antropomórficos, los cuales poseen un sentido humano de justicia y que son capaces de ser influenciados por motivos humanos normales. En términos generales, ayudaban al bueno y castigaban al malo, aunque sin duda alguna tendían a considerar bueno al que les brindaba la debida atención y malo a quien no lo hiciera. Una vez que este postulado resultó inadecuado, ¿qué quedaba en su lugar? ¿Si no eran estos dioses antropomórficos los que causaban los sucesos en la tierra, entonces quién o qué? Si un edificio se derrumbaba y varias personas morían debido a ello, mientras otras sobrevivían, y si no fueron los Olímpicos los que lo hicieron, matando a los malos y salvando a los buenos, ¿entonces cuál es la explicación del suceso? La respuesta puede tomar dos formas: o fue un asunto del azar, donde por pura casualidad algunos murieron y otros sobrevivieron, o podemos señalar una cuidadosa secuencia de causas y efectos racionales que explican por qué sucedió el desastre en cuestión. En realidad ambas respuestas son la misma, simplemente una es más “científica” que la otra. El griego tenía el suficiente refinamiento en su pensamiento para encontrarse satisfecho con esta explicación, pero las innumerables masas de pueblos semi-bárbaros que ahora en época helenística habían sido conquistados por Alejandro y sus generales no estaban suficientemente maduras para dicho tipo de pensamiento. Más bien, en su caso esta perspectiva regresó instintivamente al mismo tipo de teología antropomórfica que había sido la de los Olímpicos u otros sistemas religiosos equivalentes: la única diferencia es que ahora el dios supremo no era Zeus, sino Fortuna o Azar, como conceptos divinizados.
Τύχη, el nombre griego para esta diosa, fue la nueva autoridad que decretaba las grandes catástrofes, las grandes transformaciones del mundo Mediterráneo que caracterizaron el período helenístico. Si Alejandro y sus generales hubieran practicado algún tipo de culto greco-macedónico ortodoxo, habría sido más sencillo y natural que dichos dioses se impusieran sobre los de los conquistados, como los responsables del éxito de aquéllos, pero este no era el caso: más bien aceptaban la hospitalidad de todas las religiones que se topasen, y nunca pretendieron imponer sus propios cultos. Por lo tanto, debía haber algún otro poder o ente causante de dicha perturbación en el mundo; no podía ser el hombre, porque a veces los buenos y capaces triunfaban, pero a veces también los malos e inútiles, no parecía haber consistencia ni sentido último a la historia. No era nada más que Fortuna, ¡y feliz el hombre que supiera aplacarla!
Vale recordar que la mejor tierra para que germine la superstición es una sociedad en la cual la fortuna de los hombres parece no tener relación alguna con sus méritos y esfuerzos. Por otra parte, una sociedad estable y bien gobernada tiende a asegurarse de que los virtuosos y trabajadores tengan éxito en la vida, mientras los maliciosos y holgazanes fracasan. En una sociedad así las personas tienden a enfocarse en las razonables y visibles cadenas de causas y efecto, mientras que en un país que sufre de terremotos o pestilencias, en una corte gobernada por el capricho de un déspota, en un distrito habituado a ser el escenario de enfrentamientos bélicos entre ejércitos extranjeros, las virtudes tradicionales de diligencia, honestidad y amabilidad parecen ser inútiles. En estas situaciones la única manera de escapar a la destrucción y el infortunio es ganándose el favor de los poderes locales, tomar el bando del invasor más fuerte, halagar al déspota, aplacar a Fortuna o el Destino o cualquiera que sea el dios ofendido que envía tales desdichas. Este es precisamente el proceso de transición de la época clásica a la helenística.
Una sección de la Historia Natural de Plinio El Viejo (II, 7, 22), autor romano del siglo I d.C. nos ilustra este fenómeno socio-religioso:
"[...] en todo el universo, en todas partes y a todas horas sólo se invoca y se nombra a la Fortuna. Es la única a la que se acusa, la única a la que se considera culpable, la única en la que se piensa. Sólo a ella se dan alabanzas, sólo a ella se hacen reproches, y aun con insultos se le rinde culto a ella que es voluble, y además considerada generalmente ciega, mudable, inconstante, insegura y a veces cómplice de seres indignos. A ella se le asignan todas las pérdidas y a ella todas las ganancias: en el cómputo total de los mortales ella sola cubre la doble página [la de bienes y males], y hasta tal punto estamos a merced de la suerte que simplemente es ella la que existe en lugar de Dios [...]"
traducción de Antonio Fontán, Ana María Moure Casas y otros
En la próxima parte les seguiremos contando sobre otras manifestaciones helenísticas del impulso religioso inherente a toda sociedad, como la astrología, el culto a los monarcas y el mitraísmo.