3. Las Grandes Escuelas V & VI / VI
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
Con esta publicación concluiremos la etapa de Las Grandes Escuelas, según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957), exponiendo la quinta y sexta parte en conjunto. Primero hablaremos brevemente sobre la última de las escuelas filosóficas que nos concierne, la de los peripatéticos, también conocida como el Liceo, fundada por el celebérrimo Aristóteles; posteriormente, concluiremos con algunos comentarios comparativos entre las diferentes escuelas que hemos venido explorando.

Como hemos venido viendo, las escuelas del Pórtico y del Jardín fueron filosofías en teoría y religiones en práctica que elevaban los ánimos de las masas de personas cuya fe en los dioses olímpicos tradicionales había sido quebrantada por cambios socioculturales, entre otros factores, y cuyos espíritus necesitaban de una guía distinta para navegar las turbulencias de la vida de la época. Contrapuesto a estas escuelas, caracterizadas por posturas deprimidas y desconfiadas ante la realidad humana y el mundo material, recurriendo a éxtasis divinos y abandonos complacientes, Aristóteles fundó una escuela eminentemente helénica en espíritu, encarnando la vieja virtud clásica de la Σωφροσύνη, la prudencia, discreción y moderación de mente y espíritu, uniendo filosofía, ciencia y literatura para guiar los pasos de aquellas pocas y dotadas personas que todavía eran capaces de percibir la vida de manera completa, firme y sensata.
Aristóteles era nativo de Estagira, pequeña ciudad en el Norte de Grecia, en la península de la Calcídica, quien migró a Atenas y estudió alrededor de veinte años en la Academia de Platón. Tras la muerte de éste, abandonó la ciudad, y cinco años después aceptó la oferta de Filipo II de Macedonia, el gran monarca de la región, para ser tutor de su hijo y heredero, Alejandro III de Macedonia, quien llegaría a ser el mayor conquistador de la Antigüedad, pasando a la eternidad como Alejandro El Grande o Alejandro Magno. Aristóteles, segundo único en influencia tras Filipo II, cumpliría un papel de gran importancia induciendo a Alejandro a tornarse en el caudillo unificador de Grecia y el conquistador del Imperio Persa. Filipo II tenía las mismas ambiciones, pero moriría antes de poder cumplirlas, y sería Alejandro quien cumpliría ambas, por la fuerza de las armas y con su ingenio militar, carisma y capacidad de liderazgo inigualadas en el mundo griego antiguo.

Tras la unificación forzosa de Grecia por Alejandro, Aristóteles regresaría en el 335 a.C. a Atenas, donde fundó el Liceo, su propia escuela filosófica. Este nombre se debe a que dicha escuela estaba ubicada junto al templo y gimnasio dedicados a Apolo Licio, es decir, Apolo el Lobo, uno de sus tantos epítetos religiosos. En esta escuela Aristóteles inició una tradición de investigación y enseñanza científica, filosófica y literaria, tanto para discípulos en privado como para el público en general. Gracias a donaciones y regalos de Alejandro a lo largo de sus conquistas, Aristóteles lograría recolectar suficientes especímenes para fundar la primera biblioteca, museo, zoológico y jardín botánico de la historia europea. Durante sus charlas y disertaciones, Aristóteles tenía la tendencia de caminar y recorrer los jardines de su escuela, de donde proviene el término περιπατητικός, peripatético, que en griego se refiere a la acción de caminar en torno a algo.
Si la práctica de Aristóteles era filosófica, científica y literaria, ¿por qué estamos hablando de él en un contexto del desarrollo y evolución del pensamiento religioso en la Antigua Grecia? Pues bien, nos sobrevive una obra de grandísima importancia para el tema en cuestión, la Metafísica de Aristóteles, aunque a esta corriente de análisis el filósofo la llamaría “la primera filosofía” o la “ciencia de las primeras causas”, en la cual el filósofo realiza un estudio teológico y análisis de lo divino. Como nos dice Murray, Aristóteles poseía una gran perspicacia e imaginación religiosa, que llegaría a dejar una profundísima influencia en la futura historia de la religión. Aristóteles rechazó por completo la mitología y el antropomorfismo de las deidades, intentó combinar religión y ciencia al edificar las más altas aspiraciones espirituales sobre verdades comprobadas y conclusiones probables, postuló la existencia de un Ser Divino o Causa Primera que, inmóvil e inamovible, movía a todo el universo, “como el amado mueve al amante”, entre muchas otras cosas, todas constituyendo un grandísimo servicio a la especulación religiosa, particularmente las islámicas y cristianas posteriores. La importancia de Aristóteles en la religión no es más evidente y renombrada únicamente por el número y magnificencia de sus otras obras en una inverosímil vastedad de campos, desde física, biología y zoología hasta lógica, ética y estética, pasando por retórica, lingüística, literatura, economía, política, etc.
No pretendemos aquí entrar de lleno en la Metafísica de Aristóteles, siendo esto una pretensión descomunal e imprudente para el presente artículo. Sin embargo, el interés de Murray por mencionarlo yace en cómo este filósofo es la excepción a la regla de su tiempo, el generalizado decaimiento del espíritu helénico en esta época. Una anécdota antigua nos cuenta que cierto filósofo, tras haber atendido a la Escuela Peripatética, fue a escuchar a Crisipo, famoso filósofo estoico y en algún momento líder de dicha escuela, experiencia que lo dejó estupefacto: “fue como pasar de escuchar a hombres a escuchar a dioses”, nos relata. En realidad, nos explica el autor, fue el pasar de escuchar a griegos a ahora escuchar a semitas, filosofía vs religión, de una escuela de sobrias pretensiones pero altamente productiva a una cuyas pretensiones deslumbraban la razón: “venid a mí”, clamaba el estoico, “todos vosotros que estáis sumidos en tormentas o engaños, yo os mostraré la verdad y el mundo nunca os volverá a afligir”. Aristóteles no tenía tales pretensiones; meramente se dedicaba a pensar y trabajar y enseñar mejor que otros hombres.
Hablamos antes de la sofrosine encarnada por su escuela filosófica, pero vale agregar que ésta también era encarnada por el filósofo mismo. A pesar de sus conexiones con la casta gobernante macedónica, y con el hombre más poderoso del mundo y de la época, Alejandro el Grande, ni una sola vez en sus escritos menciona siquiera una palabra de adulación ni de queja. Otro ejemplo de su carácter yace en su testamento, en el cual, tras legarle una dote a su viuda Herpilis, para facilitarle que encontrara un segundo esposo tras su muerte, y agradeciéndole por su trato bondadoso, indica que sus huesos deben ser depositados en la misma tumba donde yacían los de su primera esposa y colega, Pitias, a quien había rescatado de unos secuestradores en su juventud, y quien había sido su verdadero amor. Finalmente, otros filósofos sentían una cierta aversión hacia Aristóteles, por no usar la típicamente larga barba de filósofo, vestir de manera pulcra y comportarse con modales buenos y normales; todos atributos también característicos de su filosofía, igualmente desfavorecida.
Esta era una escuela que tomaba el mundo existente tal cual es y lo trataba de comprender, en lugar de inventarse doctrinas intensas y extasiadas que pretendían transformarlo o reducirlo a la nada. No poseía ninguna llave secreta y mística para liberar a la humanidad de su prisión, empezando por el hecho de que no percibía prisión alguna. Mientras ejércitos numerosísimos transitaban por Grecia y Asia, mientras los dioses viejos eran expulsados y las ciudades perdían sus libertades y sentido de existir, los peripatéticos, en lugar de apasionadamente dedicarse a salvar almas, se dedicaron a diligentemente buscar conocimiento, y generación tras generación produjeron un sinnúmero de descubrimientos y resultados científicos que opacaban a sus rivales: la proporción de peripatéticos en los avances de todas las áreas de conocimiento durante el período helenístico es sobrecogedora. Esta escuela fue la única que tomó como natural el hecho de que habrá, y debe haber, siempre investigaciones adicionales, las cuales van a corregir e incrementar nuestro conocimiento, y que cuando dichas correcciones o diferencias de opinión ocurren, no debemos proclamar herejía.
En este contraste entre la escuela de los peripatéticos y las demás, Murray ve la vieja diferencia entre filosofía y religión, entre la búsqueda del intelecto por la verdad y el lamento del corazón por la salvación. El primero, el interés en la verdad por su propio valor, fue gradualmente disminuyendo en la Antigüedad, y el ejemplo brindado por Aristóteles fue olvidado y su influencia fue confinada a pequeños círculos, por más que algunas de sus obras siguieran siendo comentadas. Así pues, el Pórtico y el Jardín se repartieron entre sí a las masas de hombres concienzudos.
Ambas escuelas habían comenzado en tiempos de desconcierto, desconfianza y bajos ánimos, y originalmente pretendieron proveer un refugio al alma ante esta situación, en lugar de ordenar la sociedad misma. Sin embargo, una vez que la confusión y el desorden del siglo IV amainó, cuando los gobiernos volvieron a acercarse a algo semejante a la paz y la justicia, y la vida pública comenzó de nuevo a resultar atractiva para los hombres decentes, ambas filosofías demostraron ser adaptables a las necesidades humanas tanto en la prosperidad como en la adversidad. Muchos reyes y gobernadores romanos profesaron su adhesión al estoicismo, el cual les presentaba un ideal de hermandad universal, así como un deber a la “gran sociedad de dioses y hombres”: les permitía trabajar, indiferentes al dolor y placer, como sirvientes de un propósito divino y como compañeros de Dios en la construcción de un cosmos humano dentro del cosmos eterno. Algo tal vez más sorprendente es que algunos reyes y gobernadores también siguieran a Epicuro, pero al final de cuentas el detestar la crueldad y superstición, evadir la pasión y el lujo, considerar el placer o la dulzura de la vida como el objetivo final del hombre, y considerar a la amistad o amabilidad como el principal elemento en ese placer, de ninguna manera son incompatibles con una administración sabia y efectiva.
Ambos sistemas eran buenos y se complementaban mutuamente. Todavía hoy en día, de alguna manera se reparten entre sí la filosofía práctica occidental: a veces nos parece que nada en la vida tiene valor excepto hacer lo correcto y tratar de no temer a cosa alguna, a veces sentimos que lo único a lo que deberíamos aspirar es a ser felices. A veces podemos creer que la mejor esperanza del hombre yace en aquella parte suya que está preparada para desafiar o condenar el mundo de los hechos si diverge del ideal, en esa intensidad de reverencia que aceptará muchas imposibilidades con tal de no rechazar cosa sagrada alguna, y sobre todo en esa intransigente sensibilidad moral para la cual las corrupciones de la sociedad y los hechos fundamentales y necesarios de la existencia animal resultan nauseabundos y malignos, cadenas en un sistema que nunca puede ser el verdadero hogar del espíritu humano. En otras ocasiones podemos sentir la necesidad de adaptar nuestras creencias y acciones al mundo tal y como es, a sacudirnos de encima las telarañas, a enfrentar los hechos desnudos con sentido común y cuanta gentileza la vida permita, lidiando con las necesidades ordinarias de una especie mortal e imperfecta sin ilusiones y sin invenciones. En algunos momentos somos estoicos, en otros epicúreos.
Pero entre sus diferencias hay una creencia que ambas escuelas poseían en común, la gran fe característica de la Antigüedad, que se revela aquí y allá de diferentes maneras rara vez enteramente comprensibles: una convicción en la absoluta supremacía de la vida interior por encima de las cosas externas. Estos hombres creían, en efecto, que la sabiduría era más preciosa que las joyas, que la pobreza y la mala salud eran cosas de poca importancia, que el hombre bueno es feliz le pase lo que le pase, etc. Generación tras generación, los mejores y más hábiles hombres encarnaron esta creencia. Vivieron, por su propia voluntad, vidas cuya simplicidad y privación horrorizaría a un obrero moderno, y el mundo entorno suyo parece haber respetado, en lugar de despreciado, su pobreza. Monjes de la Edad Media o ascetas asiáticos comprenderían esto muy fácilmente, pero el hombre moderno occidental no puede creer en estas doctrinas, ni creer que otros las creen. El poder del mundo material ha tomado posesión, tanto interna como externa, de este hombre de nuestros tiempos, gracias a su maestría sobre dicho mundo material y la dependencia consecuente. Tras haberlo dominado, ahora no puede moverse sin él.
Mientras el hombre moderno piensa más incesante y ansiosamente sobre lo material, el antiguo dedica más pensamiento al carácter humano y el deber. Correspondientemente, cada uno trata de remediar lo malo en el mundo con su método: confrontados por la realidad de la miseria y perversidad humana, el hombre moderno instintivamente propondría la cura a esta problemática mediante mejores salarios, mejor comida, mayor comodidad y tiempo libre, es decir, darle mayor bienestar a las personas y confiar en que con eso se volverán buenas. El hombre antiguo, sin embargo, nos diría que no debemos preocuparnos por esas cosas, puesto que las riquezas no hacen virtuosos a los hombres, sino que debemos, con todas nuestras energías, buscar la sabiduría y la virtud, enfocarnos en la vida del espíritu; podemos ser buenos hombres con sólo desearlo, y todo lo demás vendrá con ello. Este es un campo en el que los antiguos podrían haber aprendido de nosotros, pero también en el que nosotros todavía tenemos mucho que aprender de ellos, si tan sólo pudiéramos ser capaces de abandonar nuestras obsesiones temporales y escuchar.