3. Las Grandes Escuelas IV/VI
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
Con el presente artículo llegamos a la cuarta parte de seis de Las Grandes Escuelas, según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957). Hoy nos corresponde abordar la escuela de los epicúreos, el único verdadero rival, en la esfera de lo ético, de la escuela de los estoicos, de la cual hablamos la vez pasada.
Epicuro, hijo de Neocles, de un clan ateniense, nació en una colonia en la isla de Samos en el 341 a.C. De familia pobre, su padre se dedicaba a la enseñanza de niños en la isla. A los catorce años Epicuro fue a una famosa escuela cercana, en la ciudad de Teos, donde un tal Nausífanes enseñaba matemáticas y física, de acuerdo con la tradición jónica, y donde aprendió sobre la teoría atómica de Demócrito. A los dieciocho años se mudó a Atenas para cumplir con su servicio militar obligatorio. Al siguiente año, sin embargo, en el 322 a.C., Pérdicas de Tracia atacó Samos, desplazando a la familia de Epicuro de su pobre granja luego de treinta años de haberse asentado ahí. Su familia se mudó a Colofón, donde Epicuro se reencontró con ellos, siendo ahora las necesidades familiares muy grandes como para que él pudiera continuar sus estudios en filosofía en Atenas, como planeaba originalmente. Ahora debía afrontar las difíciles condiciones familiares y reflexionar sobre los problemas de la vida.

Epicuro desarrolló su propia filosofía mientras ayudaba a sus padres y hermanos durante los momentos adversos que debieron afrontar. El principal problema, más allá de sobrevivir, era cómo hacer la vida en su pequeña colonia tolerable, y de alguna manera Epicuro lo resolvió. Este era un tipo de problema que el estoicismo, así como las grandes religiones, nunca se propusieron resolver, pues era muy mundano y muy práctico para aquéllos. Pero, ¿qué hacía que la vida de estas personas fuera intolerable? Para empezar, estos refugiados se atormentaban a sí mismos con todo tipo de terrores innecesarios: los tracios estaban tras ellos, no habiendo sido suficiente la invasión y el desplazamiento previos; los dioses claramente los odiaban, y aparentemente habían cometido algún tipo de ofensa o impiedad para haber perdido el favor divino de tal manera; parecía, entonces, que lo mejor era morir cuanto antes, si no fuera porque esta ofensa o pecado cometido, todavía desconocido, les aseguraría un tratamiento peor en el inframundo. Todo esto los mantenía aterrorizados, nerviosos, afligidos y resentidos, empeorando su miseria material con miseria emocional y psicológica, reforzada por ellos mismos como grupo.
Además de todo lo anterior, aparentemente Epicuro sufría de mala salud, poniéndolo en una situación aún peor. Sin embargo, poseía un coraje sobrehumano, y un carácter muy afectuoso y gentil. Muchos años después, ya mayor, todos sus tres hermanos serían devotos discípulos suyos, testimonio de su benévola y magnética naturaleza, y algo de lo que muy pocos profetas o fundadores de religiones pueden presumir. Es también el primer personaje histórico de Europa sobre el cual sabemos que su madre jugó un papel muy importante en su vida, y se preservan varias cartas entre ambos que ilustran una relación de afecto íntimo, así como con algunos de sus amigos más cercanos.
Su primer descubrimiento fue que los hombres se torturan a sí mismos con miedos innecesarios. Su primera labor, entonces, era enseñarles valentía, θαρρεῖν ἀπὸ τῶν θεῶν, θαρρεῖν ἀπὸ ἀνθρώπων, a no temer ni de los dioses ni de los hombres. Dios es un ser bendito, y ningún ser bendito tolera el mal ni causa el mal a otros; con respecto a los hombres, la mayoría de los males que se puede temer de ellos pueden ser prevenidos por la Justicia, y aunque eso falle, pueden ser soportados. La muerte es como el sueño, un estado inconsciente, y no debe ser temida; el dolor puede ser tolerado, es la anticipación de él lo que hace a los hombres miserables y les arrebata su coraje. Los refugiados se encontraban olvidados por el mundo, y no podían esperar ningún cambio positivo en su situación. “¡Mejor!”, decía Epicuro, que entonces se dedicaran a arar el campo y amarse mutuamente, y de esa manera descubrirían que ya poseían en sí mismos un tipo de felicidad natural que es la posesión intrínseca de cada ser humano, hasta que éstos deciden desecharla por sí solos.
Como los cínicos y los estoicos, rechazaba el mundo, con todas sus convenciones y premios, sus deseos y pasiones y futilidad. Pero mientras que el estoico y el cínico proclamaban que, a pesar de todo el dolor y sufrimiento en un mundo cruel, el hombre podía, con la fuerza de su voluntad, ser virtuoso, Epicuro más bien trajo la noticia más sorprendente de que el hombre puede, a pesar de todo, también ser feliz.
¿Pero exactamente cómo es que el hombre puede encontrar su felicidad en este mundo? Para responder a ello debió desarrollar todo un sistema de pensamiento, debiendo responder a las autoridades en los templos que amenazaban al vulgo con los tormentos del Hades por sus impiedades; debía responder a los estoicos y cínicos, quienes proclamaban que todo era irrelevante excepto la virtud, así como a los escépticos, otra escuela filosófica, quienes aseguraban la falibilidad de los sentidos y, por lo tanto, la imposibilidad del verdadero conocimiento.
A estos últimos los contrarrestó echando mano a la tradición científica jónica, asegurando que el mundo sí es cognoscible mediante los sentidos, donde si bien no capturamos la realidad exterior tal y como es, y en su absoluta totalidad, al menos recibimos impresiones de ella a través de nuestros órganos sensoriales, lo que nos asegura algún tipo de comunión con la realidad que nos rodea, abriendo así el camino hacia la comprensión y el conocimiento. También explicó la composición de nuestra realidad desarrollando la teoría atómica de Demócrito más allá de lo que éste lo había hecho, explicando que todo en el mundo está conformado por átomos, partículas ínfimas e indivisibles, dotadas de una capacidad rudimentaria de movimiento e interacción, de cuya relación surge la vida y el libre albedrío. Consecuencia de esto es que Epicuro logró proponer la idea de un mundo sin la necesidad de un dios, y Lucrecio, poeta latino posterior, nos dice que Epicuro “liberó al hombre del yugo de la religión”; sin embargo, siempre mantuvo la idea de un “Ser bendito”, el cual ni siente ni causa dolor, evadiendo así la peligrosa acusación de ateísmo. Su explicación del mundo podía dejar a la gente creyendo en sus dioses tradicionales, aunque a la misma vez sin sentir temor de ellos.
Ante los cínicos y estoicos, Epicuro afirma que sí, la ἀρετή, la virtud y excelencia, es buena, pero lo bueno de ella yace en que produce una vida feliz, o bienaventuranza o placer o como lo queramos llamar. Epicuro se refería a esto como ἡδονή, “dulzura”, y categorizaba como bueno aquello que la causaba en el hombre. Parece que nunca se metió en los detalles de diferenciar entre dulzura, placer, felicidad y bienestar, aunque a veces en lugar de dulzura hablaba, intercambiablemente, de felicidad, μακαριότης. Al final, parece que su principal disputa con los estoicos yacía en la pregunta de si el Bien se encuentra en el experimentar o en el hacer, pensando Epicuro lo primero y los estoicos lo segundo.
Lo sorprendente del sistema de Epicuro es que, además de sencillo, inteligible y resistente, permitiéndole al hombre no tener miedo y ayudándole a ser feliz, y a pesar de que anticipó, de manera sorprendente, muchos de los descubrimientos de la ciencia moderna, fue recibido más con un espíritu religioso que científico. Como nos señala Lucrecio, este sistema fue recibido casi como una revelación espiritual, y a Epicuro como un salvador de la humanidad, cuyo intelecto había penetrado detrás de las flameantes murallas del cielo y había traído de vuelta al hombre el evangelio de un mundo inteligible.
En el 310 a.C., cuando Epicuro tenía treinta y dos años, luego de que la situación había mejorado un poco en Colofón, se mudó a Mitilene y fundó su escuela de filosofía allí, aunque pronto se mudó de nuevo a Lámpsaco, donde tenía algunos buenos amigos. Nuevos discípulos acudían a él, entre ellos algunos de los hombres más notables de la ciudad, como Leonteo e Idomeneo, emocionados por su doctrina y la libertad que les traía. Convencidos de que tan gran maestro debía vivir en Atenas, la capital cultural y filosófica de Grecia, compraron una casa y jardín en dicha ciudad y se la regalaron a su maestro. En el 306 se mudó a Atenas, donde vivió en su famoso jardín por el resto de su vida. Así como con los estoicos el nombre de su escuela llegó a ser utilizado intercambiablemente con el del lugar donde se congregaban, la “Stoa”, el pórtico, de igual manera sucedió con los epicúreos, en este caso el κῆπος, “el Jardín”. Muchos de sus amigos y discípulos se mudaron con él y vivían en dicho jardín o cerca de él, el cual se volvió, además de la ubicación de una escuela filosófica, también un tipo de retiro o comunidad religiosa. Allí no sólo había filósofos, sino también esclavos y mujeres libres, con quienes el maestro entabló relaciones de amistad íntima, sin darle importancia a su estatus o proveniencia social. De manera similar a Diógenes, Epicuro había descartado los valores convencionales de la sociedad, y aquellos que atravesaran la puerta del Jardín serían recibidos con brazos abiertos por el Libertador.
Los epicúreos vivían de manera sencilla, sin comer carne ni tomar vino, y en una de sus cartas mencionan que el queso era uno de los mayores lujos que se permitían disfrutar. A pesar de su vida pacífica, poseían muchos enemigos, quienes los acusaban de perversiones sexuales y relaciones impropias, sospechas azuzadas por la presencia de esclavos y mujeres libres, aunque sus cartas no nos evidencian más que tratos afectivos de evidente sinceridad y pureza. Contrario a ello, tenemos dichos de Epicúreo, preservados por seguidores, donde proclamaba que “el hombre sabio no se enamorará”, y que “la unión física de los sexos nunca causó bien alguno; lo más que puede hacer es no causar un daño”.
Esta filosofía es a menudo criticada de manera injustificada: se le ha acusado de ser egoísta, aunque ciertamente no lo es. Siempre está preocupada por la salvación de la humanidad, y basa su felicidad en la φιλία, la amistad o afecto, a veces traducida como “amor”, al igual que los primeros cristianos siglos después. Sólo por esto ya resulta una filosofía más humana que la estoica, para la cual, como para un futuro monje cristiano, el afecto humano era meramente una debilidad de la carne que podía causar un conflicto con el deber del alma con respecto a Dios; Epicuro se manifestó apasionadamente en contra de esta apatía antinatural. Otra faceta humana es que reconoce grados de bien y mal, de virtud y error, mientras que para un estoico lo que no era correcto era incorrecto. Otra crítica contra el epicureísmo es que era una doctrina del hedonismo, de la búsqueda directa del placer. Sin embargo, Epicuro nunca afirma tal cosa, más bien afirmando que el placer, o la “dulzura de la vida” no es algo que debe ser perseguido directamente, sino que es a través de la conquista de nuestros deseos y temores, y viviendo de manera sencilla, amando a quienes nos rodean, que la dulzura natural de la vida se nos revelará.
Una crítica más válida del epicureísmo es una que tiene sus ecos en Plutarco y Cicerón, autores posteriores, la cual señala que hay una extraña aura de tristeza que pende sobre esta fe sabia y bondadosa, la cual procede de la desconfianza esencial de la vida que yace en su núcleo. Lo mejor que nos dice Epicuro sobre el mundo es que si uno es muy sabio y no atrae mucha atención, este mundo no nos va a hacer daño. Para ser justos, esta era una debilidad anímica de la que casi ningún filósofo del siglo IV a.C. escapó. No es una filosofía de conquista, sino de escape. El buscar la felicidad positiva, como la podríamos llamar, era para los epicúreos buscar la decepción, por lo que era mejor vivir sin pasiones o deseos fuertes, sin esperanzas ni ambiciones. Así, sus ideales nos llevan a una vida de poca tensión, una vida que es sólo media vida. Sin embargo, más allá de esa impresión, al menos sabemos que sus seguidores encontraron no sólo bienestar y alivio, sino también inspiración y felicidad en ella. El joven Colotes, cuando escuchó al maestro hablar por primera vez, se desplomó sobre sus rodillas y lo saludó como un dios. Ante esto, Epicuro le respondió: “piensa en mí como inmortal, y vete tú como un inmortal más”.
A menudo las privaciones y debilidades de este mundo causan reacciones internas, así como el hombre que muere de hambre sueña con grandes banquetes, y las sectas perseguidas tienen visiones apocalípticas del paraíso. Las esperanzas y deseos que no encuentran su satisfacción natural se proyectan hacia un cierto plano de la imaginación: el mártir se ve coronado en el cielo, el amante ve en los defectos de su amada no más que raras y esotéricas bellezas. Epicuro evitó sistemáticamente caer en el optimismo trascendental de los estoicos, evadió el misticismo, la alegoría, la fe, tratando de plantar los fundamentos de su filosofía en tierra firme. La mayoría de los males que tememos, nos dice, son falsos; la muerte no duele, la pobreza no tiene por qué hacernos infelices; el dolor nos puede visitar, pero lo podemos soportar. Si nos sobrecoge un sufrimiento intenso, conquistemos el dolor mediante la dulzura de la memoria de mejores momentos, trascendiendo la agonía del presente con nuestra voluntad, experimentando la beatitud en su lugar. Claramente poseemos en nosotros mismos lo necesario para determinar la calidad de nuestras vidas, cómo la experimentamos y sentimos. De manera curiosa, la Fortuna le presentaría una oportunidad de poner a prueba, en carne propia, su doctrina. Nos ha sobrevivido una carta escrita en su lecho de muerte, la cual reza de la siguiente manera (Diógenes Laercio, libro X, 22):
«Al tiempo que pasa este feliz y a la vez último día de mi vida te escribo estas líneas. Me siguen acompañando los dolores de la vejiga y del vientre, que no disminuyen el rigor extremo de sus embates. Pero contra todos ellos se despliega el gozo del alma, fundado en el recuerdo de las conversaciones que hemos tenido. Tú, en consonancia con tu actitud desde muchacho hacia mí y hacia la filosofía, cuida(te) de los hijos de Metrodoro».
traducción de Carlos García Gual
La sublimidad de la filosofía epicúrea es también su mayor debilidad, si la analizamos desde una perspectiva filosófica racional. Sus preceptos fueron aceptados de sobremanera como revelación, y muy poco como un paso en la dirección de la verdad. Aunque estaba basada en cuidadosos y penetrantes estudios científicos, se complació mucho consigo misma y se consideró suficiente. Investigaciones adicionales no sólo no eran incentivadas, sino que eran consideradas heterodoxia y hasta condenadas como parricidio, como la búsqueda de conocimiento innecesario y potencialmente peligroso. Mientras otros filósofos estaban ocupados calculando el tamaño del sol, así como los ciclos solares y lunares, Epicuro desdeñosamente decía que el sol probablemente era del tamaño del que lo veíamos. Las teorías de los científicos eran posibles, pero nunca seguras. Como consecuencia, no nos sorprende que ninguno de los grandes descubrimientos de la época helenística provinieron de la escuela epicúrea, sino que más bien 250 años después Lucrecio, y Diógenes de Enoanda 500 años después, nos repiten las palabras de Epicuro de manera exacta, sin variaciones ni desarrollo ni evolución alguna.
Una postura tal es, en su corazón, a-helénica, es decir, impropia de los griegos. Es un claro síntoma de decadencia con respecto al movimiento intelectual libre y las grandes aspiraciones que caracterizaron al siglo V a.C., tornándolo glorioso, memorable y admirable. Sería en una sola escuela filosófica donde este espíritu helénico se mantendría vivo y continuaría floreciendo, una escuela de pretensiones modestas y de lenguaje reservado, creando un curioso contraste con los éxtasis ensimismados del estoico, cínico y epicúreo. Esta sería la escuela de los peripatéticos, la escuela del “paseo” o “recorrido”, fundada por Aristóteles, de la cual hablaremos en nuestro siguiente artículo.