1. SATURNIA REGNA II/V
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
Hoy continuaremos con la segunda parte de cinco concernientes a la primera etapa de la religión griega, los Reinos Saturnianos (“Saturnia Regna”), según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957). En la publicación anterior se expuso sobre la naturaleza de la religión; en esta ocasión se hablará de la naturaleza de la deidad.
Murray inicia admitiendo que la idea que va a desarrollar es nueva (en su momento), y alejada de la tendencia oficial de los estudiosos al respecto: el error que hemos cometido los modernos a la hora de tratar de comprender el estado primitivo de la religión griega (no que la religión griega haya sido primitiva, sino comprender ese período histórico donde fue primitiva) ha sido el de tratar a Homero (y sus composiciones poéticas) como característico de este período primitivo, y nuestra inconsciente insistencia por iniciar siempre con la noción de “dioses”. El autor hace referencia al caso peculiar de los estudiosos de religiones primitivas, donde, estudiando un mismo pueblo en un mismo momento, algunos investigadores dirán que dichos sujetos no poseen noción alguna de “dios”, mientras otros dirán más bien que piensan constantemente en “dios”. Esto a lo que apunta es a que no tenemos un muy claro y explícitamente comprendido concepto de lo que es un “dios”, de donde sobrevienen las grandes confusiones y malentendidos de valoraciones posteriores.
¿Qué es, entonces, un dios? ¿O bien, qué tendemos a considerar como un dios, y qué relación posee eso con lo que sociedades primitivas podrían considerar como un dios? Murray nos indica que la idea de un dios celestial lejano, un dios como “causa primera”, sin partes ni pasiones, o bien prácticamente cualquier otra cosa que nosotros los modernos podríamos entender como “dios”, es una idea no fácilmente comprensible para el hombre primitivo. Dicha idea es sutil, “elevada”, pero también está saturada de siglos de filosofía y especulación intelectual, algo que el primitivo no posee ni a quien ello le es natural. Debemos recordar, nos dice el autor, que una de las principales religiones del mundo, el budismo, no posee concepto alguno de dioses tales, sino que en su lugar posee el Dharma, la Ley Eterna.
A lo largo de la historia, como regla emergente, el hombre ordinario ha tenido dioses antropomórficos, en mayor o menor grado. En muchos casos eso significa que literalmente poseían la forma del cuerpo humano, y, en casi todos, que poseían una mente y razonamiento y otros atributos humanos. Los dioses griegos (entiéndase característicamente los olímpicos, pero no restringido necesariamente a ellos) no son una excepción a ello, y son en efecto sólidamente antropomórficos. Inclusive, muy probablemente pensamos en ellos, nos los imaginamos, los visualizamos, efectivamente como estatuas con forma humana, o bien como aquellos personajes literarios de Homero, rebosantes de pasiones y motivaciones humanas.
Para Murray, esta tendencia antropomorfizante se debe a una limitación inherente de la imaginación del hombre primitivo, donde irremediablemente adapta fenómenos y concepciones espirituales a su forma o naturaleza humana, no poseyendo recursos facultativos para ir más allá de ello, comprendiendo el mundo y su relación con él a través de sí mismo, consigo mismo como guía y molde. Sin embargo, no debemos confundir la idea, la percepción y vivencia misma con su representación física u oral, y allí está la clave del asunto. Es decir, no debemos confundir la limitación imaginativa y técnica con una limitación sensual o perceptiva. El propósito de Murray en esta primera etapa, “Saturnia Regna”, es desvelar esas ideas, experiencias y realidades subyacentes a las magníficas estatuas y memorables personajes literarios que tomamos como característicos por antonomasia, esas percepciones, esos impulsos y sentimientos pre-olímpicos. Para el autor, pensar en una estatua cuando mencionamos a un dios es algo ridículo, como si cuando pensáramos en “la piedad” o “el éxtasis” entendiéramos por ello las estatuas de Miguel Ángel o de Bernini. Sin embargo, las artes de escultura, pintura y epopeya griegas fueron tan peligrosamente exitosas que inclusive los mismos griegos, de períodos ya postclásicos, cayeron en la misma trampa que nosotros caemos hoy en día, a la hora de concebir sus propios dioses.

Debemos, nos dice Murray, mirar detrás de estos dioses de los talleres de artistas y de la imaginación de los creadores de romances, e inspeccionar con mayor detalle el pensamiento y expresión de grandes pensadores y poetas de la época. Parménides nos dice que Dios es el universo, una esfera, e inamovible; Heráclito que Dios es “día-noche, verano-invierno, guerra-paz, saciedad-hambre”; Jenófanes que Dios lo ve todo, lo escucha todo, es mente pura, y que la forma humana que le damos se debe únicamente a que nosotros somos humanos, no a la naturaleza divina per se. Expresiones poéticas también desvelan concepciones más refinadas de la divinidad, con frases como decir que τό εὐτυχεῖν, el éxito, el ser próspero y afortunado, “es un dios y más que un dios”; que τὸ γιγνώσκειν φίλους, “la dicha de reconocer a un amigo”, después de una ausencia prolongada, es un “dios”; que el vino es un “dios”, cuyo cuerpo es servido en libación a los dioses; y, finalmente, que en la ley no escrita de la consciencia humana “un gran dios vive y no envejece”. El autor reconoce que dichas expresiones fácilmente pueden ser explicadas como “mera poesía”, o propias de alguna corriente filosófica en particular, como simples metáforas. Sin embargo, las metáforas se nutren de y sólo pueden surgir en un suelo de pensamiento común y experiencia compartida, debe asirse allí para ser comprendidas, y lo común que resulta este lenguaje, y cómo es usado sin explicación alguna, nos apunta ineludiblemente hacia un cierto “suelo” del que nos hemos desentendido hasta ahora. Para Murray, no hay duda alguna de que dicho “suelo” no era sistema alguno de teología antropomórfica, con personajes (dioses) claramente distinguidos y representados. Si alguno de estos poetas habría tenido que representar visualmente a alguno de estos amorfos dioses, sin duda alguna le habría dado forma humana: pero ello únicamente por ser éste el símbolo reconocido, no porque la concepción subyacente se restringiera a ello.
