3. Las Grandes Escuelas II/VI
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
Continuando el recorrido por la tercera etapa de la religión griega, las Grandes Escuelas, según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957), hoy en esta segunda parte vamos a abarcar la escuela filosófica de los cínicos, enfocándonos en las figuras fundadoras de Antístenes y Diógenes.
Fue otro socrático, no Platón ni Jenofonte, de quienes hablamos anteriormente, quien daría el primer mensaje característico del siglo IV. Este hombre que nos concierne ahora, Antístenes, era mayor que Platón por alrededor de unos 20 años, y al parecer, por cierto tiempo y hasta que otros hombres más jóvenes lo usurparan, era el reconocido heredero filosófico de Sócrates. Sin embargo, una vez derrotada Atenas y ejecutado su maestro Sócrates, este hombre tuvo un cierto cambio de pensamiento: parece que perdió fe en la especulación y la dialéctica y las elaboradas superestructuras creadas por Platón y otros, y comenzó, en su lugar, a sentir un cierto tipo de hostilidad hacia todo tipo de conocimiento que no fuera inmediatamente aplicable en la conducta.

Este tipo de escepticismo o desenamoramiento con el mundo será una creciente tendencia de la filosofía a partir del siglo IV. Si bien el típico ateniense del siglo V habría dicho que “lo bueno”, es decir, el principal elemento de valor en la vida, lo que debería ser nuestro principal objetivo al vivir, estaba en la victoria, en difundir la justicia y la libertad, volver a Atenas feliz y fuerte, y sus leyes sabias y equitativas, Antístenes, como ya un hombre del siglo IV, habría respondido diferente. El hombre de esta nueva época, derrotado, junto con todo aquello que había valorado y atesorado tanto, se confortaba con el pensamiento de que nada importa, excepto haber dado lo mejor de sí mismo. Como habría dicho Antístenes, la ἀρετή es lo bueno, areté significando virtud o excelencia, la cualidad del buen ciudadano, el buen padre, el buen perro, la buena espada. Los asuntos del mundo no son más que vanidad, y la filosofía es tan vana como todo el resto de los asuntos. Lo único bueno es la excelencia misma.
Antístenes, en este nuevo estado mental, decidió crear su propia escuela filosófica en el templo a Heracles y gimnasio llamado Cinosargo, en Atenas, frecuentado por hombres de baja alcurnia, y reclutó seguidores de entre los desheredados, los “malos” y peligrosos, los necesitados de buenos amigos. Se vestía como el trabajador más pobre, no aceptaba discípulos a menos que pudieran soportar las mayores privaciones, y frecuentemente, a medida de prueba, solía tratar de hacer huir a los recién llegados azotándolos con su vara. También predicaba en las calles, tanto en Atenas como en Corinto, y lo hacía de manera retórica, con parábolas y vívidas frases emotivas para llamar la atención de las masas. Su elocuencia, juzgada de mal gusto por otros pensadores, dio inicio a un nuevo tipo de literatura a veces llamado χρεία, “una ayuda”, o διατριβή, “un estudio”, y referido luego por los cristianos como ὁμιλία, una homilía o sermón.

Este apasionado y ascético anciano habría capturado todavía más la atención del mundo de no haber sido por uno de sus propios discípulos. Este joven hombre de Sinope, colonia griega en Anatolia viendo al Mar Negro, fue uno que al inicio no le hizo mucha gracia a Antístenes, y era también el hijo de un deshonrado cambista encerrado en prisión por devaluar y falsificar monedas. Antístenes lo echó de su escuela, pero el joven no hizo caso; Antístenes lo golpeó con su vara, pero el joven no se movió. El joven quería sabiduría, y veía que Antístenes la poseía. Su objetivo en la vida era continuar la labor de su padre, devaluar la moneda, pero en una escala mucho más grande: devaluaría todo objeto de valor en el mundo, revelaría toda convención como falsa, todo rey y general, todo honor y conocimiento y felicidad y riqueza, todos eran nada más que brutos metales con inscripciones mentirosas que los dotaba de un valor que en realidad no poseían. Su deber, entonces, era mutilar dichas estampas. Este joven hombre era Diógenes, posteriormente el más famoso de todos los cínicos.
Diógenes rechazaba todo tipo de “estampa” y de “superstición”, afirmando que nada más que la ἀρετή era bueno. Rechazaba la tradición, rechazaba la religión, las reglas y costumbres de la veneración en templos, puesto que para él la verdadera religión era un asunto del espíritu, y no necesitaba formalidades. Detestaba la adivinación, rechazaba la vida civil y el matrimonio, se burlaba del interés del pueblo en juegos públicos y en el respeto otorgado a la alcurnia, la riqueza o la reputación. Instaba, en su lugar, a que el hombre dejara de lado todas estas ilusiones y engaños, y que en su lugar se conociera a sí mismo. Ante la fortuna, que se defienda con la valentía, ante la convención con la naturaleza, ante la pasión con la razón, pues la razón es el dios dentro de nosotros. La salvación del hombre, pues, era volver a la naturaleza, y Diógenes interpretaba esto de la manera más sencilla y cruda posible. Se debía, por lo tanto, vivir como las bestias, como hombres primitivos, como bárbaros: ¿acaso no eran las bestias seres beatos? Y de igual manera lo eran los hombres primitivos, no aquejumbrando sus corazones con pecados y convenciones imaginarias. Ya no debemos sorprendernos, entonces, de que Zeus castigara a Prometeo, el dador del fuego al hombre, quien nos trajo todo este progreso, civilización y desdicha, dejándonos peor que las bestias.
Diógenes se tomó muy en serio esta misión, y se comportaba como un líder en una gran batalla contra los placeres y deseos, como un sirviente, un heraldo enviado por Zeus para liberar a la humanidad y curarla de la enfermedad de las pasiones. La vida que quiso vivir, y la que recomendaba a todos los sabios, era τὸν κυνικὸν βίον, es decir, la vida del perro, de donde viene la palabra “cínico”, que significa “canino” en griego. Un perro es valiente y leal, no tiene vergüenza de su propio cuerpo, no alberga falsas teorías en su cabeza, y tiene pocas necesidades: no necesita vestimenta, casa, ciudad, posesiones ni títulos, lo único que necesita es “virtud”, ἀρετή, para poder capturar sus presas, luchar contra bestias salvajes y defender a su amo. A pesar de esto, Diógenes reconoció que necesitaba un poco más que un perro: una cobija, un tazón para su comida y bebida, y un bastón para defenderse de perros y malos hombres; en otras palabras, el uniforme de un mendigo. Rechazando la idea de tener una casa, cuando necesitaba refugio dormía en una vasija gigante, de un tipo usada siglos atrás como ataúd, que había en el Templo de la Gran Madre. Como un perro, realizaba cualquier acto corporal sin vergüenza, cuando y donde quisiera o necesitara. No obedecía ley humana alguna, porque no reconocía ciudad alguna, viéndose más bien como un cosmopolita, un ciudadano del universo, todos los hombres y las bestias eran sus hermanos. Vivía predicando en las calles y mendigando por pan; aunque Diógenes decía que no mendigaba, sino que comandaba a otros hombres a darle pan: los hombres le hacían caso porque todavía eran esclavos, mientras que él había dejado de ser esclavo desde que Antístenes lo liberó de sus ataduras. Tampoco tenía miedo de cosa alguna, porque no tenía bienes que le pudieran arrebatar, y además es propio de los esclavos tener miedo.
Grecia entera resonaba con anécdotas de su mordaz ingenio, y muchas frases o dichos amargos llegaron a atribuirse a Diógenes. Todos sabían cómo Alejandro El Grande, el celebérrimo y afortunadísimo conquistador del mundo conocido, había llegado para conocer al famoso mendigo y, estando de pie ante él en un espacio abierto, le preguntó que si había algo que quisiera de él, que simplemente lo enunciara y él se lo daría. Diógenes le dijo: “sí, deja de taparme el sol”, y el rey reflexionó en voz alta: “si no fuera Alejandro, desearía ser Diógenes”, ante lo que Diógenes replicó: “y si yo no fuera Diógenes, querría ser Alejandro”. El amo del mundo y el rechazador del mundo se encontraron en igualdad de condiciones. La gente también contaba cómo Diógenes recorría las calles de día con una lampara encendida, y cuando se le preguntaba qué hacía, decía que andaba buscando a un hombre honesto. Otras anécdotas eran más graciosas, como cuando un trabajador que llevaba un tipo de poste accidentalmente golpeó a Diógenes y gritó “¡cuidado!”, ante lo que Diógenes respondió: “¿por qué, me vas a golpear de nuevo?”. Cuando estaba cerca de su muerte, uno de sus discípulos le preguntó cómo deseaba ser enterrado, ante lo que dijo: “tírenme a los perros y lobos, me gustaría ser de alguna utilidad una vez muerto”.
Diógenes sigue siendo al día de hoy el campeón invicto de una manera de lidiar con el horror de la vida. Teme a nada, desea nada y posee nada, y una vez hecho esto, la vida, con toda su malicia, no puede decepcionarte. Si no hay manera alguna en la que el hombre puede entrar y salir de esta vida sin agonía e inmundicia, que entonces aprenda a tolerar la primera y volverse indiferente a la segunda. El perro guardián de Zeus en la tierra debe cumplir su deber, la de prevenir a la humanidad de la verdad y liberarlos como esclavos.
La escuela cínica no puede ser criticada como egoísta, puesto que el cínico vive para la salvación de sus criaturas hermanas. Por ejemplo, antes de que los juegos de gladiadores en Roma, siglos después, fueran clausurados luego de una manifestación por el monje cristiano Telémaco, quien se autoinmoló en protesta, ya dos cínicos se habían lanzado a la arena con la misma actitud. La debilidad de esta escuela y modo de vida, más bien, yace en un cierto tipo de falsa convicción, común en la época, que consideraba que la salvación o libertad consistía en vivir completamente sin deseo o miedo, que dicho tipo de vida era biológicamente posible, y que Diógenes en efecto la vivió. Pues el verdaderamente no poseer miedos ni deseos es estar muerto, y morir no es la respuesta al acertijo de la vida.
A pesar de todo, la concepción de la vida por parte del cínico tuvo un gran efecto en Grecia, y fue un tipo de revelación para tanto hombres como mujeres, influenciando profundamente todas las otras escuelas filosóficas. Aquí parecía haber, en efecto, una manera de burlar la fortuna y de hacer que el alma de uno dejara de temer. La solución cínica era concebir la vida como una larga y ardua campaña: el soldado leal no se preocupa por su comodidad, sus recompensas o deseos, sino que obedece las órdenes de su comandante sin miedo ni fracaso, lleven a victorias fáciles, heridas, cautiverio o muerte. Sólo la excelencia y la virtud, la ἀρετή, es buena, y para el soldado la excelencia es el cumplir con su deber. Este es su verdadero premio, y ningún poder externo se lo puede arrebatar.
En la próxima publicación vamos a ahondar en la escuela de los estoicos, quienes, se podría decir, corrigieron y humanizaron el mensaje cínico, y llegaron a conformar la escuela filosófica de mayor influencia y popularidad práctica durante el resto de la Antigüedad, hasta la cristianización de Roma y su colapso.