3. Las Grandes Escuelas IIΙ/VI
"Cinco etapas de la religión griega" (1955), por Gilbert Murray
Esta publicación es parte de una serie, ¿ya leyó la parte anterior?
Hoy continuamos con esta serie de publicaciones sobre la antigua religión griega, llegando a la mitad de la tercera etapa, Las Grandes Escuelas, según “Cinco etapas de la religión griega”, en su tercera edición (1955), por Gilbert Murray (1866-1957). En esta ocasión, habiendo previamente expuesto sobre la escuela de los cínicos, abordaremos la famosísima escuela de los estoicos en sus inicios griegos, algo menos conocidos que su florecimiento posterior en Roma.
Una crítica o problematización de la perspectiva cínica nos puede llevar elegantemente hacia la propuesta estoica, y en efecto es de esta manera en la que Murray nos lo presenta. Diógenes, como vimos previamente, predicaba la “virtud” o “excelencia”, y que debíamos dedicar nuestra vida a ella. Sin embargo, este tipo de vida era una donde el hombre básicamente debía reducirse al nivel de la bestia, indiferente al arte, la belleza, la literatura, la ciencia, la filosofía, la vida cívica, rechazando o descartando todo aquello que había elevado al hombre heleno por encima de las fieras y los salvajes. ¿Cómo podía ser esta la verdadera finalidad del hombre, mucho menos la de un hombre griego?
Zenón de Citio, una ciudad chipriota, antiguo discípulo de Antístenes, gradualmente construyó una teoría moral sobre la vida que terminó volviéndose la Escuela Estoica, la cual fundó y predicó en la famosa Στοά Ποικίλη, el pórtico pintado que se encontraba en el Norte del ágora de Atenas. Esta localidad se volvió tan icónica para esta escuela, que posteriormente se referirían a dicha escuela filosófica simplemente como la “stoa”, “el pórtico”. La teoría moral estoica ha soportado los embates del tiempo con gran éxito, y dominó la Antigüedad tardía con su poder imaginativo y emocional, dándole forma a las aspiraciones del Cristianismo temprano. Todavía hoy en día resulta el mejor acercamiento a un aceptable sistema de conducta para aquellos que no acepten la revelación cristiana, pero que todavía deseen mantener algún tipo de fe en el Propósito de las Cosas.


El problema central al que responde el estoicismo es cómo combinar el valor absoluto de El Bien, ese Bien que “salva el alma”, con los valores relativos de las diferentes cosas buenas que alivian o embellecen la vida. Dado que si hay valor alguno en el arte, la poesía, el conocimiento, el refinamiento, la estima pública o el afecto humano, entre muchos otros, y si la obtención, desarrollo o disfrute de estos chocan con las demandas de una santidad absoluta, como en efecto sucede, ¿cómo podemos encontrar un balance entre ambos? ¿Será que debemos contentarnos con aceptar un poco de “mal” o “pecado” moral para rescatar los sublimes goces materiales, artísticos e intelectuales de esta vida, contrapuestos a la luz de un ideal o principio o finalidad divina ulterior? Así parece operar la mayoría de la gente, aunque no lo digan o piensen, pero los estoicos no podían tolerar tal situación.
En un principio Zenón, al igual que Antístenes antes que él, negó valor alguno a asuntos terrestres que no fueran la virtud misma, a la salud o enfermedad, riqueza o pobreza, belleza o fealdad, dolor o placer; pues, ¿quién se atrevería a mencionarlos cuando su alma se encontrara desnuda y expuesta ante Dios? Todo lo que importa es la bondad misma del hombre, de su libre y viva voluntad. Los estoicos mejoraron la metáfora del soldado de los cínicos: la vida no es como una batalla, sino como una obra de teatro, en la cual Dios le ha dado a cada hombre su papel, sin que alguno lo haya podido leer antes, y el buen hombre procede a actuar su papel lo mejor que pueda, sin saber qué va a suceder en la última escena. Puede que se torne en un glorioso rey, puede terminar siendo un esclavo que muere en el tormento. ¿Qué importa eso? El buen actor puede representar cualquiera de los dos papeles. Todo lo que importa es que actúe lo mejor que le sea posible, que acepte el orden del Cosmos y que obedezca el Propósito de El Gran Dramaturgo.
Esta respuesta parece absoluta e inflexible con respecto a las debilidades de la carne. Sin embargo, en realidad contiene en sí misma el germen de un sublime compromiso práctico entre ambas partes que humaniza al estoicismo. Murray lo explica extensamente de la siguiente manera: el estoicismo, como muchas otras ramas o escuelas de pensamiento de la época, se encontraba permeado por los nuevos descubrimientos en astronomía y el desarrollo de un sistema científico coherente, sistema que se mantendría imperturbable hasta la época de Copérnico. Las estrellas, que siempre habían despertado el asombro y hasta veneración en los hombres, ahora se entendían no como fuegos celestes errantes, sino como partes de un inmenso y eterno orden cósmico. Aunque una estrella difiriera de otra en su esplendor, todas por igual estaban sujetas en obediencia a una ley. Tenían sus trayectos por la bóveda celeste definidos, por más que fueran entidades divinas o asociadas con ellas, y dichos trayectos habían sido determinados para ellas por un Ser superior a ellas. El Orden o Cosmos era un hecho probado, por lo que el Propósito Divino también era un hecho probado. Aunque inescrutable por completo, dicho propósito al menos podía ser esclarecido en parte gracias a que todos estos variados y eternos esplendores celestes tenían como centro nuestra Tierra y el etéreo amo de ella. Así, era claro que este Propósito Divino, aunque diferente de los propósitos de nosotros los mortales, estaba particularmente interesado en nosotros y circulaba alrededor nuestro. En otras palabras, era el propósito de un Dios que ama al hombre.
Debemos tratar de hacer el esfuerzo por olvidar lo que hoy nos dice la astronomía al respecto, particularmente el hecho de que el hombre no es el centro del universo. Obviemos que el aparente orden majestuoso que parece regir entre las estrellas es desmentido o puesto a prueba por el brutal conflicto y caos que rige en el campo de los seres vivientes. Si podemos recuperar la perspectiva imaginativa, intelectual y emocional de estas antiguas generaciones de hombres, podríamos comprender el sobrecogedor júbilo espiritual con el que hombres como Zenón experimentaban nuestro mundo. Somos parte de un Orden, de un Cosmos, que percibimos como infinitamente por encima de nuestra comprensión, pero que sabemos que es una expresión de amor por el hombre. ¿Qué podemos hacer si no aceptarlo, no con resignación, sino con entusiasmo, y ofrecerle con orgullo y alegría cualquier sacrificio que demande de nosotros? Resulta glorioso sufrir por tal Propósito.
Pero hay todavía más. Las estrellas nos muestran sólo un tipo de propósito estacionario, un orden que es y será para siempre. Pero en el resto del mundo, en el mundo de los seres vivientes, podemos ver un propósito móvil. Es la φύσις, algo así como “el crecimiento natural de las cosas”, cercano a lo que hoy en día llamamos “evolución”, y lo que los romanos tradujeron como “natura”, nuestra “naturaleza”, aunque ésta es una traducción que nos corrompe de cierta manera el significado. Para el estoico la “physis” es una evolución viviente y consciente, una premeditación divina, la providentia romana, de donde viene nuestra “providencia”, aquello que guía a todas las cosas en una cierta dirección, de acuerdo con la voluntad divina. Y esta dirección, nos dicen los estoicos, no es hacia la felicidad, sino hacia la ἀρετή, es decir, hacia la perfección de cada cosa o especie de acuerdo con su tipo. Es la physis la que moldea la semilla para que se convierta en el majestuoso árbol, el cachorro todavía ciego hacia el leal sabueso, el tembloroso cervatillo en el ágil venado. Si un hombre es un artista, es lo que lo lleva a cumplir su función de producir belleza; si es un gobernador, a su función de producir y preservar una ciudad floreciente y virtuosa. Sí, es cierto que todas estas cosas no son más que sombras y completamente sin valor por sí mismas, irrelevantes, pero son la finalidad de cada uno de estos seres, especies o profesiones, y son parte de la voluntad divina. Si la voluntad de Dios se respeta y realiza, todo va a estar bien. Puede que sufras de sobremanera en el proceso, que sientas un gran dolor, y hasta puede que, debido a la debilidad humana, llores o te lamentes; todo eso puede ser perdonado: ἔσωθεν μέντοι μὴ στενάξῃς!, “en la profundidad de tu ser, sin embargo, ¡no te lamentes!”. Acepta el Cosmos. Desea alegremente aquello que Dios desea, y aprópiate del Propósito Divino haciéndolo el tuyo también.
Murray nos comenta que, aunque hay todavía mucho más por decir sobre esta gran escuela del conocimiento, se va a limitar a mencionarnos un par de ventajas psicológicas del estoicismo antes de concluir, y nos refiere a su libro, titulado “The Stoic Philosophy” (1915), si quisiéramos saber más al respecto. La primera de estas ventajas es que el estoicismo reconoció que el hombre no necesariamente siempre busca aquello que más le complace, ni lo que le es más provechoso, ni siquiera lo que más le beneficia; es decir, parece haber un tipo de instinto que también opera en el hombre, y éste no siempre se dirige hacia el mismo lugar. Sin embargo, también percibió que el hombre puede controlar sus acciones, escoger sus preferencias y determinar su finalidad, de acuerdo con su libre albedrío. Estas distinciones salvaron al estoicismo de la falsa esquematización del comportamiento humano que plaga a variantes de la psicología racionalista de nuestros tiempos. En segundo lugar, creó un sistema en el cual, se esté teniendo un buen o mal día, se puede vivir una vida no sólo beata o santa, sino también sabia, humana y benéfica. En términos prácticos, resolvió el problema del cómo vivir, sin recurrir a la desesperanza ni a groseras ilusiones.
En el siguiente artículo vamos a abordar la principal competencia que tuvo el estoicismo en la Antigüedad, muy malentendida hoy en día, la escuela de los epicúreos.